La evidencia que faltaba
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Al igual que muchos años atrás sucedía con quienes alertaban sobre el “cambio climático”, en estos últimos tiempos quienes osaron decir que las transnacionales biotecnológicas estaban vendiendo productos venenosos debieron soportar que se los calificara de “ecolo-terroristas”, trogloditas, ignorantes o en el mejor de los casos charlatanes pagados por alguna ignota ONG.
Entre muchos otros casos similares ocurridos en el mundo, en América Latina el biólogo Andrés Carrasco debió pagar un alto precio personal (carrera cortada, agresiones físicas, pérdida de subvenciones, campañas de desprestigio) por haber afirmado, basándose en experimentaciones y en “evidencia empírica”, que los paquetes tecnológicos asociados a cultivos transgénicos comercializados por las empresas del sector eran altamente perjudiciales para la salud humana.
Al frente del Laboratorio de Embriología Molecular del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la Universidad de Buenos Aires, integrado por genetistas, biólogos y bioquímicos, Carrasco pudo determinar en 2009, a partir de experiencias en embriones anfibios, que el glifosato, el herbicida más utilizado en la industria sojera, vendido bajo el nombre de Roundup por la transnacional Monsanto, causaba “malformaciones graves (intestinales, neuronales y cardíacas)” aun en dosis más bajas a las empleadas en la agricultura.
Como “científico preocupado por el devenir de la sociedad en la que y para la que labora”, Carrasco se había tomado además el trabajo de viajar personalmente a muchas de las decenas de localidades pequeñas y medianas del interior sojero argentino fumigadas con Roundup y otros agrotóxicos y hablado con los médicos tratantes de los pobladores afectados, que denunciaban una larga lista de enfermedades surgidas a partir del boom del “oro verde”.
Sus llamados a sus pares y a los gobiernos para “financiar y llevar a cabo de manera urgente estudios en profundidad sobre las consecuencias de estos productos en humanos” cayeron en saco roto.
Cámaras empresariales, gobiernos y algunas asociaciones de científicos, así como supuestos organismos de control, siguieron proclamando urbi et orbi la “inocuidad total” del glifosato y otros productos similares, así como proclamaban la inocuidad de los alimentos fabricados a partir de manipulaciones genéticas. Ni siquiera operó el “principio de precaución”.
Pues bien, ahora la Agencia Internacional para la Investigación en Cáncer (IARC), dependiente de la OMS, acaba de determinar que existe “evidencia suficiente” como para establecer que el glifosato es cancerígeno en animales y que sea “probablemente cancerígeno para seres humanos”.
A esa conclusión llegó un equipo de 17 expertos de 11 países que, tras un año de “revisión de la evidencia científica actualizada disponible”, se reunieron en marzo en la ciudad francesa de Lyon.
No sólo analizaron al glifosato, también a pesticidas como el malatión y el diazinón y el paratión y el tetraclorvinfos”.
Según el texto de la IARC, el glifosato entra, junto a los dos primeros, en la categoría 2A de “agentes probablemente cancerígenos para los humanos”, una categoría utilizada, dice, “cuando hay limitada evidencia de carcinogénesis en humanos y suficiente evidencia en animales de experimentación”.
Respecto al alcance de la idea de “limitada evidencia”, señala: “significa que se observó una asociación positiva entre exposición al agente y cáncer, pero que no pueden descartarse otras explicaciones.
Esta categoría se utiliza también cuando, habiendo limitada evidencia de carcinogénesis en humanos, hay fuertes datos sobre cómo el agente causa cáncer”.
La agencia manejó investigaciones realizadas en Estados Unidos, Canadá y Suecia sobre la exposición de trabajadores de plantaciones agrícolas a ese herbicida.
“Un estudio en residentes de una comunidad reportó incrementos en marcadores sanguíneos de daño cromosómico luego de que fórmulas con glifosato fueron rociadas en las cercanías”, señala, y en otra parte de su trabajo apunta “el glifosato causó daño en el ADN y los cromosomas en células humanas, aunque dio resultados negativos en testeos con bacterias”.
La IARC deslinda responsabilidades sobre la regulación y eventuales limitaciones al empleo de estos productos (“es responsabilidad de los gobiernos” y de los organismos “competentes”, afirma).
En sus investigaciones, Carrasco dejaba en claro que el uso de estos agrotóxicos nunca fue precedido de estudio científico independiente alguno sino de decisiones políticas tomadas por gobernantes a menudo ligados a empresas del sector, fundados a lo sumo en papers entregados “llave en mano” por las propias transnacionales…
“Así como no se puede decir que los organismos genéticamente modificados y los pesticidas con que son tratados sean inocuos, menos se puede afirmar que los científicos seamos neutros”, machacaba Carrasco.