El gobierno desarrolló un plan elaborado por los dirigentes empresariales, que se está cumpliendo sistemáticamente.
Un aspecto que se venía preparando de manera lenta pero persistente eran las reformas laborales.
Ya antes de la firma del acuerdo con el FMI, se habían establecido nuevas modalidades contractuales flexibles en el Consejo Nacional del Trabajo gracias al voto de la CUT y el presidente de la CTE (comunista).
Las demás centrales sindicales y organizaciones sindicales no tienen representación en este Consejo.
También se habían firmado acuerdos ministeriales para flexibilizar los contratos en flores, banano, turismo, ganadería y camaroneras. Mientras se declaraba que se quería eliminar el desempleo, se despedía a 25.000 empleados públicos y se apuntaba a reducir la plantilla de funcionarios en 140.000 personas.
La presión de la derecha obligaba a buscar más recursos fuera del país.
Moreno ya había preparado la pista de aterrizaje. Solo faltaba que aterrizara el FMI, que ante los compromisos ya asumidos no demoró en firmar el acuerdo sin pasar por la Asamblea Nacional, simplemente para no enlentecer el proceso.
El Fondo introdujo sus cláusulas clásicas: ajuste fiscal, reducción tributaria, reformas laborales, privatizaciones.
Todo ese proceso se hizo en connivencia y participación de los sectores más conspicuos de la derecha, el socialcristiano Jaime Nebot y el banquero Guillermo Lasso, de CREO, corresponsable de la crisis de 1999 que llevó a la dolarización, así como de morenistas e “independientes”, y contando con el “monitoreo” de Estados Unidos.
Sólo quedaban como críticos un grupo de asambleístas del correismo que no tienen posibilidades de hacer aprobar sus mociones.
Entre las condiciones impuestas por el FMI figuraban la eliminación de los subsidios a los combustibles (gasolina y diésel), y la reforma laboral.
Un paquetazo unificó las dos medidas.
Ello tuvo el inconveniente para la derecha de unificar la respuesta social. Y se abrió un escenario imprevisto.
En primer lugar, salieron a las calles los empresarios del transporte, quienes aunque se llaman a sí mismos sindicato de choferes, en realidad encarnan los monopolios y oligopolios de transporte pesado y sectores cercanos en el ámbito de la circulación (camionetas, fleteros, etcétera.).
Los transportistas realizaron un paro nacional que paralizó el país. Fue el desencadenante de la aparición de otras fuerzas.
Cuando los transportistas lograron su objetivo de subir los pasajes, su objetivo real y final, levantaron el paro.
Pero ya era tarde, los indígenas, reagrupados en base a su identidad etno-cultural y aunque sin superar completamente todas las limitaciones y divisiones, lograron un nivel de participación que hacía décadas que no se veía.
Los sindicatos aportaron lo suyo con la presencia del FUT (Frente Unitario de Trabajadores), Parlamento Laboral, IFES (Integración de Federaciones Ecuatorianas Sindicales), entre otras, aunque poniendo en evidencia su debilidad.
También se sumaron sectores estudiantiles que desde 1990 no se movilizaban, así como barriales, campesinos, informales, pequeños comerciantes, empleados públicos.
El gobierno se ve desbordado, logra garantizar el apoyo de las Fuerzas Armadas, de la Policía recientemente reaprovisionada, y combina un discurso “comprensivo” con una represión brutal.
En este marco la situación se puede sintetizar en que hay una confluencia política, institucional, y de un sector social regional importante en Guayaquil, así como de las Fuerzas Armadas, que buscan consolidar su poder en base al proyecto fondomonetarista.
Y por otro lado hay una revuelta social que ha roto la seudo estabilidad dialoguista del gobierno, desenmascarándolo en sus articulaciones con toda la derecha.
Un movimiento social con predominancia de los indígenas, por su poder territorial y capacidad de acción, está orientado a responder a la iniciativa de la derecha, a buscar recuperar parte del terreno perdido, aún sin propuesta propia acabada ni las alianzas necesarias para llevarlo adelante.
El partido político Pachacutec, cercano a ellos, no ha estado a la altura de los acontecimientos ni ha mostrado capacidad de respuesta.
Un aspecto relevante de la relación de fuerzas en la sociedad ha sido la gran solidaridad de sectores medios y pobres con el movimiento indígena.
El movimiento sindical no tiene una propuesta unitaria ni un programa ni una agenda común.
En suma, el movimiento popular carece de estructuras y estrategias que lo conduzcan en una dirección común concreta, es decir en un proyecto de transformaciones sociales.
Una negociación en estas condiciones es sumamente riesgosa para el movimiento popular.
El FMI, que ya fracasó en aplicar sus políticas en Ecuador en la década del 90 y que tiene antecedentes nefastos actualizados ahora por su apoyo al argentino Mauricio Macri, sabe que debe ceder.
Pero el movimiento social debe recordar que ningún proyecto neoliberal se puede aplicar democráticamente porque nadie voluntariamente quiere volverse pobre, ya que el neoliberalismo no da compensaciones, sino pérdida de derechos.
Por eso la represión se irá profundizando cuando los sectores populares intenten responder.
El ministro de Defensa ya lo dijo: “nuestras Fuerzas Armadas han demostrado que están preparadas para la guerra”.
Eso significa que el movimiento popular deberá reflexionar sobre sus formas organizativas, sindicales y políticas, sobre la necesidad inmediata de la unidad programática y política y sobre la necesidad de atraer, en el caso del movimiento sindical, el apoyo de trabajadores y trabajadoras.
Se necesitan nuevas formas como la sindicalización por rama, centrales unitarias, alianzas entre organizaciones de primer y segundo grado, una capacitación actualizada, una formación más profunda, una recuperación del sindicalismo en el sector público.
Es necesario impulsar un frente amplio sindical y social para intervenir de manera más beligerante y con incidencia política.