La crisis de las democracias no se registra sólo en el escalón institucional, en las altas esferas de la política y la administración, sino en las relaciones sociales, desde las familias y las vecindades barriales hasta los discursos mediáticos y las actitudes de las instituciones.
Consecuencia de esa crisis, y no causa de ella, es el crecimiento notable de la militarización y de las iglesias pentecostales.
En mi opinión, el deterioro de la calidad de las democracias tiene raíces estructurales ligadas al modelo extractivo, neocolonial y excluyente, mucho más que a problemas culturales que promueven ciertos medios interesados en desviar la atención de los problemas centrales.
Como si la violencia del todos contra todos hacia la que nos despeñamos obedeciera a la pérdida de valores, a la difusión de una cultura violenta por la televisión o a las fallas del sistema educativo y de las familias.
Si no existiera un fuerte deterioro democrático, los sectores más extremistas del pentecostalismo y de las fuerzas armadas no tendrían espacios en el escenario político actual.
La pastora de la Iglesia Bautista de la Lagoinha, la actual ministra de Mujer, Familia y Derechos Humanos en el gobierno de Jair Bolsonaro Damares Alves, es una de las políticas más populares de Brasil.
Se presenta como abogada y educadora, pero la Orden de Abogados confirmó que no posee los títulos que se adjudica, lo que la llevó a decir que los suyos son “títulos bíblicos”.
Dice tener una hija adoptiva de la etnia kamayurá del Parque Indígena de Xingú, pero los parientes de la chica aseguran que fue separada de su familia a los seis años de edad sin autorización de los padres biológicos. Entonces, ¿cómo es posible que esta pastora goce de tanta popularidad?
Las iglesias evangélicas, sobre todo las pentecostales, que son la mayoría de ese sector, se declaran antifeministas y se proponen limitar la sexualidad, dos temas preferidos de la nueva ultraderecha global.
Damares enfoca buena parte de su actuación en la familia, se dirige a las madres negras pobres que viven en favelas y dice a las jóvenes que no tengan relaciones sexuales hasta después de contraer matrimonio.
En Brasil uno de cada cinco embarazos es de niñas y adolescentes entre 10 y 19 años. En algunos estados pobres, el 30 por ciento de los bebés nacen de madres que tienen esas edades y dejan sus estudios, pero tampoco trabajan.
América Latina es la región con mayor cantidad de embarazos adolescentes, siendo a la vez la región con mayor desigualdad del mundo. La inmensa mayoría de esas jóvenes madres son negras y pobres que, de ese modo, reproducen el círculo de la pobreza.
Para las madres de las embarazadas es un desastre que trastorna sus vidas, porque son las que se ocupan de la crianza y de asegurar la manutención, siendo muchas de ellas madres solas.
Los pentecostales abordan problemas reales de las familias pobres, pero eluden las causas estructurales de la pobreza, como el extractivismo y el racismo, mientras las izquierdas abandonaron ese sector de la sociedad y ya no tienen un discurso crítico con el modelo actual.
A través de los gobiernos autoritarios se tejen puentes entre evangélicos y militares y policías.
En el gobierno de Bolsonaro hay 2.897 militares, un número superior al que los uniformados tuvieron en cargos oficiales durante toda la dictadura militar (https://bit.ly/3cwnoPi).
La presencia policial en las calles durante la pandemia está provocando un aumento exponencial de la represión y de los crímenes institucionales.
En Colombia la ola de violencia contra líderes sociales y excombatientes de las FARC desmovilizados viene creciendo de forma exponencial, con 82 homicidios durante la pandemia, en una lista en la que destacan indígenas, campesinos, afrodescendientes, sindicalistas, mujeres y ambientalistas (https://bit.ly/339BuEN).
El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) de Argentina, cercano al gobierno de Alberto Fernández, asegura que desde el inicio de la cuarentena “en distintos lugares del país las policías provinciales y las fuerzas federales reiteraron prácticas violentas, algunas graves como torturas y ejecuciones. También ocurrieron muertes de detenidos en comisarías y la desaparición de una persona que fue hallada asesinada” (https://bit.ly/2D6w0A1).
El Foro Social Brasileño de Seguridad Pública señala que en abril pasado se registró un 53% de aumento en abusos policiales y militares, en comparación con el mismo mes de 2019, con 381 muertos en un mes (https://bit.ly/3f8wZNe).
La llegada al ministerio de Interior de Chile del pinochetista Víctor Pérez, alcalde durante la dictadura, es una muestra de la derechización y la militarización en marcha.
Algo similar puede decirse de Sergio Berni, secretario de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, ex militar “carapintada” (https://bit.ly/3k6E704) defensor de la mano dura contra la delincuencia (Brecha, 31 de julio de 2020).
El ascenso de estas dos fuerzas sociales, culturales y políticas (militarismo y pentecostalismo), se viene acelerando en los últimos años ya que encuentran un caldo de cultivo propicio durante la pandemia.
No quiero dar a entender que exista alguna confabulación entre ellos, sino que confluyen y ascienden por tres aspectos más sutiles y profundos: aprovechan los espacios dejados por las izquierdas, defienden el estatus quo y buscan dominar y domesticar a las clases peligrosas.
En los barrios populares del continente, trabajan de forma complementaria.
Los pentecostales se erigen como intermediarios entre el Estado y la población gestionando las políticas sociales, mientras las fuerzas armadas y policiales administran el orden (y las violencias) en los territorios de las periferias urbanas.
Ambas confluyen en sostener las más diversas jerarquías, del patriarcado hasta los caudillos locales, difunden una ideología de la resignación y la pasividad social.