Se oponen, fundamentalmente, a un modelo de destrucción de la naturaleza y de robo/contaminación de tierras y aguas, que es la principal forma de despojo.
Un modelo que genera una brutal concentración de riqueza en el 1 por ciento y marginación y precarización de la vida del 50 por ciento y es responsable del crecimiento del narcotráfico, de la militarización de los territorios y, en consecuencia, de la violencia contra las mujeres, o feminicidios.
Las revueltas de octubre responden a la acumulación de agravios. En Ecuador asumió la forma de un levantamiento bien estructurado, recuperando la larga experiencia del movimiento indígena que esta vez caminó de la mano de los sectores populares urbanos, en general clases medias profesionales, estudiantes y cientos de miles de indígenas migrantes.
En Chile es un estallido sin organizaciones convocantes, porque fue la imbecilidad del poder la que sacó millones a las calles.
Como cada pueblo se comporta según su experiencia previa, la comprensión de los levantamientos y estallidos deben rastrearse en las acciones previas que realizaron los actores colectivos.
Si en Ecuador la columna vertebral fueron los quichuas de la sierra y los pueblos amazónicos, en Chile hubo tres grandes precedentes: la larga resistencia mapuche, las rebeliones estudiantiles y la nueva oleada feminista desde 2015 y, muy en particular, la de 2018, que atravesó toda la sociedad con tomas masivas de centros de estudio.
La resistencia mapuche tiene cinco siglos, pero desde el “retorno” de la democracia tuvo varios momentos estelares.
En la década de 1990, la Coordinadora Arauco-Malleco (CAM) fue un parteaguas en la historia de ese pueblo.
Se trató de una alianza entre comunidades y guerreros, entre longkos y weichafes, estos formados en universidades y en grupos de izquierda.
Juntos produjeron una importante rebelión desde las bases que recuperó miles de hectáreas, además de una buena dosis de autoestima colectiva.
Las huelgas de hambre de los presos de la CAM (entre 2006 y 2008), consiguieron apoyo de una parte de la sociedad blanca, que se consolida con el asesinato de Matías Catrileo (2008) y conoce un salto impresionante un año atrás, cuando se produjo el crimen de Camilo Catrillanca (el 14 de noviembre de 2018).
Durante 15 días, miles de personas cortaron calles, encendieron fogatas y golpearon cacerolas en más de 30 ciudades.
Este es un antecedente importante de lo que sucede ahora y explica porqué tantas personas ondean banderas mapuche en las manifestaciones: el pueblo mapuche es un referente ético y político para todo Chile.
El segundo movimiento que converge es el estudiantil, en particular los secundarios.
En 2001 se produjo el “mochilazo”, que además de grandes manifestaciones produjo una ruptura en la organización estudiantil controlada por el Partido Comunista.
De ella nació una articulación horizontal, llamada Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios (ACES), que practicó una nueva cultura política.
En 2006 sucedió la “revolución pingüina”, con 400 colegios paralizados.
En 2011 el movimiento desbordó todo lo imaginable, con la toma de estaciones de tevé, 600 colegios y decenas de institutos que siguieron el curso bajo control estudiantil y de docentes solidarios.
La respuesta de la población a la brutal represión del 4 de agosto fue la masiva ocupación de barrios, con caceroleos y fiesta/protesta hasta la madrugada, como en las “jornadas nacionales” contra el régimen de Augusto Pinochet en la década de 1980.
Finalmente, el año pasado miles de mujeres ocuparon 32 facultades y varios secundarios, denunciaron a connotados catedráticos y docentes por acoso, abuso y violencia, y profundizaron una lucha que había estallado en 2015 con un masivo 8 de Marzo y las marchas del Ni Una Menos.
De la mano de ese movimiento, se multiplican las organizaciones feministas, entre ellas grupos de mujeres mapuche y de sectores populares.
Estos tres movimientos (y otros como los pensionistas) convergen desde principios de octubre, sumando y multiplicando lo que ya venían haciendo en las últimas décadas.
Un estallido no espontáneo, porque buena parte de las y los jóvenes ya habían ensayado, en escalas apenas menores, lo que están haciendo ahora, aunque con resultados más modestos.
En Ecuador se trata de un levantamiento planificado o, mejor, de la repetición con novedades de lo que viene haciendo la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE).
La principal novedad en esta ocasión fue que varios miles se sumaron a la ocupación de los indígenas de Quito.
Los jóvenes urbanos aportaron su cuota de radicalidad y odio a la policía. Las clases medias se solidarizaron con alimentos, mantas, ropa y donaciones de todo tipo. Los estudiantes forzaron la apertura de universidades públicas y privadas para albergar y alimentar indígenas y sectores populares.
Las mujeres realizaron una gigantesca marcha en la que confraternizaron las feministas académicas con indígenas de la sierra y la Amazonía.
Su larga experiencia desde el primer levantamiento en 1990, permitió a la CONAIE poner punto final al levantamiento cuando vislumbró que los partidos pretendían montarse encima de la movilización, los presos y los muertos, para sacar partido de la lucha.
Se retiraron pero no se desmovilizaron. Pusieron en pie el Parlamento Indígena y de los Pueblos, una alianza entre todos los sectores populares para comenzar una minga (trabajo colectivo) que debe establecer medidas para salir del modelo neoliberal.
Este trabajo es más difícil que resistir en las barricadas, porque no existe un modelo alternativo al neoliberal/extractivista, ya listo para ponerlo en marcha.