El ex presidente Alberto Fujimori fue condenado a 25 años de cárcel por crímenes de lesa humanidad bajo su gobierno (1990-2000).
Más aún, varias de las personalidades destacadas de la candidatura de Keiko Fujimori, como la aspirante a presidir el Congreso Luz Salgado, han jugado un papel destacado en el gobierno de su padre.
En varios videos, Salgado aparece junto a Vladimiro Montesinos, el tenebroso director del Servicio Nacional de Inteligencia en la década de 1990, que está preso acusado de haber instigado el grupo paramilitar Colina, responsable de varias masacres durante la guerra contra Sendero Luminoso.
Sin embargo, pese al historial tremendo del fujimorismo, la mitad de la población peruana se identifica con Keiko y su partido.
En las elecciones de 2011 el partido fujimorista, entonces Fuerza 2011, obtuvo en primera vuelta el 23 por ciento de los votos y 37 escaños, y en el balotaje alcanzó el 48,5, quedando a escasa distancia de Ollanta Humala.
En las elecciones de este año logró, bajo el rótulo de Fuerza Popular, casi el 40 por ciento y 73 escaños de los 130 que componen el parlamento, muy por delante de las demás fuerzas.
En la segunda vuelta quedó a unos pocos miles de votos del vencedor, el conservador Pedro Pablo Kuczynski.
Es evidente que una fuerza que representa durante largo tiempo a la mitad de los peruanos en algún momento se alzará con la victoria. Lo más llamativo es el fuerte crecimiento que tuvo desde las elecciones de 2011.
Este arraigo del fujimorismo merece una explicación, aunque su derrota también debe ser analizada.
En primer lugar, Fujimori llegó al gobierno en un momento de aguda crisis política y económica, en pleno auge de la guerrilla terrorista de Sendero Luminoso y del descalabro de la vida cotidiana por alta inflación, escasez de alimentos y fuerte expansión de la pobreza.
En segundo lugar, el fujimorismo se presenta como una alternativa a la inseguridad que viven sobre todo los sectores populares urbanos, en particular en Lima, frente al crecimiento de la violencia y la delincuencia.
El discurso de la izquierda en defensa de los derechos humanos y del patrimonio estatal tiene escaso arraigo entre los más pobres y los grupos más vulnerables que sintieron la década de 1980 como una pesadilla.
La tercera cuestión se relaciona con el asistencialismo a los sectores populares, que fue una de las principales características del régimen fujimorista.
Es cierto que se practicó verticalmente y de forma autoritaria (quienes no acudían a sus manifestaciones no recibían alimentos y otros beneficios), pero esta forma de actuar empata con la cultura política peruana heredera del gamonalismo de los hacendados.
Por último, una cuestión étnica. Los Fujimori no son blancos ni pertenecen a la oligarquía tradicional, a diferencia de la mayoría de los políticos del país.
Frente al completo colapso del sistema de partidos, atravesado por la corrupción y la ineficiencia, el fujimorismo se presentó como algo diferente, capaz de dialogar con los pobres, aunque fuera un diálogo asimétrico al estilo del paternalismo terrateniente.
Cientos de miles de peruanos llegados de todo el país desafiaron la represión en Lima y sellaron el fin de su presidencia. El protagonismo perteneció a los jóvenes, en particular estudiantes universitarios y secundarios, ante el desmantelamiento de los sindicatos y las organizaciones campesinas.
En los días finales de la campaña de este año, cuando todo indicaba que la hija del dictador ocuparía el sillón de Pizarro, se produjo un vuelco desde abajo.
En pocos días la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos y grupos sociales juveniles pusieron en marcha la campaña Keiko No Va.
El 5 abril, coincidiendo con el aniversario del autogolpe de Estado de 1992, decenas de miles de personas marcharon en más de 20 ciudades, forzando a Keiko a suspender sus actos de campaña.
Fue muy notable la participación de mujeres jóvenes recordando las esterilizaciones forzadas de indígenas ocurridas durante el régimen de Fujimori.
Cerca de 300.000 mujeres y 22.000 hombres perdieron la posibilidad de ser padres por culpa de la esterilización forzosa decidida por Fujimori entre 1996 y 2000 para controlar la natalidad.
Fue un movimiento de nuevo tipo, anclado en la cultura horizontal y participativa de los jóvenes de las ciudades que se comunican a través de las redes sociales.
Es una cultura que rechaza el autoritarismo patriarcal que se impuso desde la Conquista y se fue reproduciendo en las haciendas, bendecido por la iglesia católica y azuzado por los militares, en lo que fue la alianza entre la tierra, la cruz y la espada.
Esa cultura autoritaria se viene resquebrajando desde las luchas campesinas de la hacienda en la década de 1960, que desembocaron a la reforma agraria del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado (1968-1975).
Pero las culturas políticas y sociales crecen y decaen en tiempos largos, y hasta demasiado largos como sucede en Perú.
La década fujimorista congeló los cambios societales y la década y media posterior, de neoliberalismo extractivo-minero no contribuyó a modificar la cultura autoritaria pese al crecimiento de la resistencia comunitaria a la minería transnacional.
El arrollador triunfo de la izquierda (Frente Amplio, con Verónika Mendoza a la cabeza) en el sur del país, desde Cusco hasta Puno y Arequipa, es un síntoma de esperanzador.
No es casualidad: fue en esas regiones donde las organizaciones campesinas y populares arraigaron con mayor fuerza, y fueron el epicentro de la resistencia al fujimorismo y el neoliberalismo.
Algo se está moviendo capaz de frenar el retorno del autoritarismo.