La industria vivió tiempos dorados mientras el consumo interno se expandía y se ampliaban los horizontes de sus exportaciones gracias a los acuerdos comerciales con Argentina.
Es difícil comprender que dos actores tradicionalmente conservadores como la banca y el agronegocio, apuesten a la continuidad del gobierno, mientras la industria es la punta de lanza de la destitución de Dilma.
En efecto, Roberto Setúbal, presidente del Banco Itaú, aseguró que no hay motivos para poner fin al gobierno actual, mientras la Federación de Industrias de São Paulo (FIESP) ha establecido una sólida alianza con la socialdemocracia (PSDB de Fernando Henrique Cardoso) y la clase media paulista, financiando buena parte de las movilizaciones incluyendo un breve acampe en la avenida Paulista.
La FIESP jugó un papel destacado en el golpe de Estado de 1964, y ya con los militares en el gobierno apoyó y financió la represión. Esta división de las elites motivó un nada común editorial del principal diario brasileño, Folha de São Paulo, el 2 de abril, titulado “Ni Dilma ni Temer”. Interesante porque se muestra contrario a la destitución de Dilma, aunque sostiene que la presidenta “perdió las condiciones de gobernar el país”.
No la acusa de corrupción sino de haber provocado la mayor recesión en la historia de Brasil. La lectura fina que hace Folha, lo que la diferencia del golpismo descarado de los otros grandes medios como Rede Globo y Estado de São Paulo, es la comprensión de que “aún desmoralizado, el PT tiene el respaldo de una minoría importante”. Por eso se muestra contrario a la destitución de Dilma por el parlamento. “El impeachment tenderá a dejar un rastro de resentimiento”.
Sostiene que Dilma debe renunciar, camino que debe seguir el vicepresidente Michel Temer del PMDB, y que la cámara debe apartar a “la nefasta figura de Eduardo Cunha”, que jamás podría ocupar un cargo por la cantidad de juicios por corrupción que penden sobre su cabeza.
Folha sabe que Dilma no va a renunciar, cuestión que la presidenta advirtió en varias ocasiones. El editorial es, entonces, no un intento por convencerla sino un alerta a los sectores más radicales como la FIESP en el sentido de que la destitución traerá males mayores.
Por “resentimiento” debe entenderse, en buen romance, una agudización de los conflictos sociales, en particular los raciales y clasistas. Hasta ahora la conflictividad social en el país más desigual del mundo, había sido contenida por el aumento del nivel de vida promovido por los gobiernos de Lula y Dilma.
Pero ahora, cuando el racismo se ha disparado y el odio de las clases medias contra los de abajo se intensifica, es sólo cuestión de tiempo hasta que los habitantes de las favelas y de las gigantescas periferias urbanas, ganen las calles, el mayor temor de las elites brasileñas.
Algo de esto viene sucediendo en los últimos años, en particular desde las jornadas de junio de 2013, cuando millones de brasileños protestaron en 353 ciudades del país contra el aumento del transporte urbano y contra la represión.
En esta ocasión no fueron los viejos movimientos (ni la CUT ni el MST) los que protagonizaron las manifestaciones sino nuevos movimientos de base, juveniles, de mujeres y negros de las periferias urbanas.
O sea, los grupos sociales que bajo el lulismo no habían creado aún movimientos ni organizaciones propias. Nuevas siglas como el Movimento Passe Livre (MPL), grupos feministas y afros, comenzaron a ser los referentes más importantes en la nueva realidad.
La vieja izquierda, sobre todo el PT y la CUT, aparecen desfasadas, sin capacidad para comprender lo nuevo. Bruno Torturra, creador del innovador Midia Ninja que trasmitió en directo las protestas de 2013 y desplazó a los grandes medios, relaciona la crisis de esa izquierda con su creciente institucionalización.
El hecho de estar en el gobierno la fragiliza aún más, ya que no puede escapar ni de las decepciones que provoca ni de los escándalos de corrupción que la rodean y que, a menudo, protagoniza.
Durante años los económicamente pobres y los políticamente marginados se cruzaban en encuentros de comunidades eclesiales de base y oposiciones sindicales.
“El primera gran error de las izquierdas fue abandonar ese trabajo y enfocar su acción casi exclusivamente en el campo institucional”, dice Ricci en su blog (21 de marzo de 2016). En aquel período los dirigentes no podían tomar decisiones sin consultar a las múltiples organizaciones de base.
Pero a partir del éxito electoral de 1989, cuando Lula estuvo a punto de ganar la presidencia, “la dirección del PT optó por desconsiderar las lecciones de una década de organización popular de base”, recuerda Ricci, “para ingresar al mundo institucional”. Lo demás es demasiado conocido.
Ya en el gobierno, el lulismo bloqueó la creación de nuevas organizaciones de base y la formación de nuevas camadas de militantes. Como sabemos por casi un siglo de experiencias de la izquierda en el poder, la organización y movilización pasan a ser vistas de reojo, como un peligro latente que se debe impedir; cooptando, negociando e integrando a los nuevos rebeldes.
Acorralado por la polarización golpista, el PT vuelve a apelar a la movilización masiva para defender la democracia. Ese cambio de actitud podría ser el primer paso para proceder a una completa revisión de los últimos diez años.
No sólo sería políticamente adecuado ante la grave situación que se vive, no sólo en Brasil sino en todo el continente, sino una muestra de ética, de que aún no se ha perdido del todo la humildad, primer paso para recuperar la histórica identidad de las izquierdas.