Hasta hace apenas tres meses, mientras en Europa los muertos por el Covid-19 ya se contaban por decenas de miles, el continente americano parecía relativamente al margen.
Había entonces gobernantes que incluso minimizaban la magnitud de la pandemia. Una “gripecita”, decía el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, mientras el de Estados Unidos, Donald Trump, afirmaba que tenía todo bajo control y que su país se salvaría.
“Los brasileños no se contagian y son capaces de bucear en una alcantarilla”, fanfarroneaba Bolsonaro.
Hoy ambos países están entre los más devastados por el virus y el continente americano concentra poco menos de la sexta parte de los 6,5 millones de casos de Covid-19 relevados oficialmente en el mundo hasta el viernes 5 de junio.
Un informe conjunto de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT) difundido el jueves 21 prevé 11,5 millones de desempleados nuevos en esta región en 2020 como consecuencia de la pandemia.
Desde hace varias semanas, Brasil supera todos los días sus récords de contagios y de muertos. Con unos 620.000 casos al viernes 5 de junio es ya el segundo país más afectado del mundo, y el tercero en número de fallecidos (superó a Italia), con más de 34.000. Y ya rebasó a Estados Unidos en cantidad de víctimas fatales en un solo día.
Por otra parte, si en todo el mundo se estima que las cifras reales del nuevo coronavirus son bastante más elevadas que las registradas oficialmente, en Brasil el subregistro de datos puede ser aún mayor.
En el país de Bolsonaro, se calcula que los casos del nuevo coronavirus podrían ser 15 veces más numerosos que los relevados por el Ministerio de Salud.
El epicentro brasileño y latinoamericano del Covid-19 está en Sao Paulo, enorme polo urbano de 20 millones de habitantes, pero donde la epidemia crece relativamente más es en estados como Amazonas, en el norte, o Pernambuco y Ceará, ambos en el nordeste, regiones abandonadas casi por completo a su suerte por el gobierno.
En Manaos, la capital de Amazonas, puerta de entrada a la selva, se hicieron virales imágenes similares a las que se conocieron semanas antes en Guayaquil, Ecuador, de cadáveres en las calles y de sepultureros cavando fosas comunes en los repletos cementerios locales para enterrar decenas de cuerpos.
Y en las zonas selváticas la “gripecita” se llevó hasta ahora un número de personas que en proporción a la población duplica al de Sao Paulo.
“El virus está llegando con una velocidad aterradora a la Amazonia”, donde los nativos casi no tienen atención médica, alertó la semana pasada la Asociación de Pueblos Indígenas de Brasil (APIB).
Y la pandemia “está siendo aprovechada por mineros ilegales y madereros que invaden las tierras de pueblos indígenas” alentados por “el discurso racista” y favorable a la explotación salvaje de la Amazonia, denunció la ONG Survival International.
Las invasiones habrían llegado hasta una zona del estado de Amazonas que tiene “la mayor concentración de pueblos indígenas aislados”.
El sistema sanitario de los estados más pobres del país, que había padecido especialmente los recortes decididos por el gobierno de Michel Temer, se vio aún más debilitado por la gestión de Bolsonaro.
La eliminación del programa Mais Medicos, por el cual miles de profesionales cubanos desembarcaron en 2013 en los lugares más recónditos y en las periferias urbanas de Brasil para suplir ancestrales vacíos de atención médica, contribuyó al desborde casi inmediato del ya debilitado sistema de salud de las regiones más pobres, afirma un informe publicado este mes por el portal francés Médiapart.
Bolsonaro ha dejado solos a los gobernadores de los nueve estados del Nordeste, una zona a la que considera políticamente perdida y por la que siente un profundo desprecio, dijo a Médiapart el investigador Cleyton Monte, del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Federal de Ceará.
“A ojos del presidente el Nordeste es un cinturón rojo al que quiere debilitar a toda costa”, aun al precio de miles de vidas humanas, consideró Monte.
Al Nordeste llega además en cuentagotas la asistencia en víveres y dinero prometido por el gobierno central para subvencionar a las poblaciones más afectadas por la pandemia.
Y las ayudas económicas en sí son paupérrimas: 600 reales (un poco más de 100 dólares) mensuales durante tres meses para la enorme masa de informales y para la también gigantesca masa de gente que vive por debajo de la línea de pobreza. Al cierre de 2019, el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) había contabilizado casi 39 millones de informales, 41 por ciento de los activos.
Las denuncias sobre la mala, tardía o incluso nula distribución de los bonos para los que se inscribieron 50 millones de personas fueron constantes.
En muchos casos, las larguísimas filas de gente con escasa o ninguna protección formadas a las afueras de los bancos para recibir las subvenciones fueron focos de contagio del Covid-19.
“Cuando llegó el coronavirus, el gobierno brasileño estaba en un impasse y con un discurso en favor de más reformas liberales”, recordó en el número de mayo-junio de la revista Nueva Sociedad Lena Lavinas, profesora en el Instituto de Economía de la Universidad Federal de Río de Janeiro.
“Quería profundizar aún más las dos reformas laborales aprobadas en 2017, que ya habían flexibilizado y desregulado el mercado de trabajo”.
De los 12 millones de desocupados relevados por el IBGE a fines de 2019 apenas 500.000 podían cobrar el seguro de desempleo, al tiempo que los beneficiarios de Bolsa Familia, el subsidio a la pobreza instituido en épocas del PT, de apenas unos 35 dólares mensuales al cambio actual, habían ido cayendo como consecuencia de criterios cada vez restrictivos para su cobro.
“El sistema de protección social ya no era capaz de atender a esta población” pobre, producto de un desbarranque comenzado en los últimos años de gestión del PT, profundizado bajo Temer y llevado al paroxismo bajo el reinado del ex capitán del Ejército, señala Lavinas.
El deterioro de las condiciones de vida de los sectores populares, iniciado en tiempos de Dilma Rousseff, se fue progresivamente acentuando (entre 2015 y 2019 los ingresos del 20 por ciento más pobre cayeron 11,5 por ciento mientras el del 20 por ciento crecieron en 6) hasta llegar a la “situación explosiva” de hoy, apunta la investigadora.
En ese Brasil marmita y desestructurado, con 15 millones de personas viviendo hacinadas en favelas, 25 millones sin acceso a agua potable, 40 millones sin saneamiento, desembarcó la pandemia.
“Brasil tal vez tenga el sistema de salud más ambicioso de toda la región, pero invierte poquísimo en salud pública: 3,8 por ciento del PIB, en comparación con el 7,9 de Reino Unido, el 8 de España y el casi 10 por ciento de Francia y Alemania”, dijo a BBC Mundo (23-3-20) Miguel Lago, director del Instituto de Estudios para Políticas de Salud, basado en Río de Janeiro.
El gigante tampoco sale bien parado en la región en la materia. De acuerdo a datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) citados por el medio británico, en gasto público en relación al PIB, Cuba destina el 10,6 por ciento, Uruguay el 6,4, Argentina y Chile el 4,9, Panamá el 4,3 y recién después aparece Brasil.
En gasto per cápita, también está sexto en el continente, con 1.472 dólares, por detrás de Cuba (2.486), Chile, Uruguay, Argentina y Panamá, en ese orden.
Tiene sí un relativamente buen índice global de cobertura universal, el tercero en el subcontinente (77), debajo de Cuba (83) y Uruguay (79), pero muy desparejo según las regiones del país.
Y si se toma en cuenta la disponibilidad de camas hospitalarias, un dato esencial en tiempos de pandemia, señala la BBC, Brasil se ubica en sexto lugar “en una región donde sólo tres países –Cuba, Argentina y Uruguay– superan el promedio mundial de 27 por cada 10.000 habitantes”.
Con ese panorama global de fondo, con su estilo tan a la Donald Trump, Bolsonaro lanzó a los brasileños a la boca del lobo. Que vayan a trabajar, no nos podemos hacer cargo de ustedes, les dijo, palabras más, palabras menos.
Y así fueron cayendo, comenzando por los “nadies”: pobres de toda pobreza, informales, favelados, desempleados, trabajadores de sectores declarados esenciales.
Como su admirado colega rubio del norte, el ex capitán manipuló necesidades sociales (“la gente del pueblo necesita trabajar”, “no se puede permitir que mueran las empresas que dan de comer a la gente”) en favor de una radicalización conservadora, observa Lena Lavinas.
Uno en el norte, otro en el sur, Trump y Bolsonaro echaron mano a todo su arsenal de provocaciones para ridiculizar a los gobernadores estaduales que en los dos países intentaron poner algún dique al avance de la pandemia o a quienes reclamaban protección y subsidios.
Bolsonaro representa quizá la cara más bestial, la menos ambigua, la más trumpiana, de un neoliberalismo al que no escapan en esencia la mayor parte de los gobiernos latinoamericanos.
Incluso aquellos que asumen posturas más equilibradas, más presentables, mucho menos guturales que el brasileño, como el del pequeño Uruguay, el país hasta ahora menos alcanzado por la pandemia en América del Sur, y el que mejores indicadores sociales tiene.
En América Latina, apunta Lena Lavinas, “el confinamiento no es un derecho para gran parte de la población que vive hacinada en viviendas precarias”.
De acuerdo a la Organización Panamericana de la Salud, el 30 por ciento de los latinoamericanos no tiene acceso a los servicios sanitarios. No los pueden pagar.
Perú fue de los primeros países en la región que ordenó un confinamiento general y obligatorio. Está sin embargo entre los que tiene más casos y más muertes por Covid-19: 183.000 contagiados y más de 5.000 fallecidos al 5 de junio.
Según un informe publicado el 12 de mayo por el New York Times, en la región amazónica peruana de Loreto “los médicos dijeron que los pacientes de Covid-19 estaban muriendo a razón de uno por hora debido a la severa escasez de tanques de oxígeno” y equipamiento médico básico.
El 70 por ciento de la economía peruana es informal. Privada de protección social, la gente que vive del día a día, es decir la gran mayoría de los peruanos, tuvo que elegir entre morirse de hambre o exponerse al coronavirus, máxime cuando las ayudas prometidas por el gobierno fueron irrisorias.
Las cifras más altas de contagio se han dado en los barrios populares y en villas miseria, especialmente de Lima, que concentra el 60 por ciento del total de casos del país.
Algo similar ha sucedido en Colombia, en Chile, en Ecuador, en Guatemala, en El Salvador, en Bolivia, en Honduras, y está pasando ahora en Argentina, en las villas del Gran Buenos Aires.
En Colombia (35.000 contagiados, más de mil muertos al 3 de junio), el sitio Colombia Informa denunció que en Ciudad Bolívar, parte del distrito más poblado de Bogotá, la asistencia estatal ha brillado por su ausencia.
Banderas rojas ondean en rancheríos colombianos: las coloca gente que se ha quedado sin nada y que tiene hambre. Piden que les den algo, lo que sea. Y lo que sea les llega de vecinos, organizaciones sociales, sindicatos, mucho más que del Estado.
En Guatemala (unos 6.100 casos y 160 muertos al viernes 5), las banderas son blancas.
El 60 por ciento de los activos guatemaltecos trabaja en el sector informal, es decir en la precariedad absoluta.
El Covid-19 “ha profundizado el problema de la pobreza, que es estructural en Guatemala. Con la pandemia se nota más, pero el hambre está instalada en los sectores populares desde hace mucho tiempo”, dijo semanas atrás el dirigente sindical guatemalteco Carlos Luch (La Rel, 4-5-20).
Como Guatemala, Honduras (unos 6.000 casos de Covid-19 y 250 muertos) está en los últimos lugares en América Latina en materia de gasto público en salud, en acceso a los servicios sanitarios, en disponibilidad de camas en hospitales. Y en derechos sociales.
Hay en Honduras una masacre social, una masacre laboral, que se suma a la sanitaria, denunció el sindicalista Carlos H. Reyes (La Rel, 28-5-20), el enorme sector informal ha quedado a la intemperie, los despidos son masivos, parte de los trabajadores formalizados recibirá menos de la mitad del salario mínimo, otra ni eso.
Y los empresarios como si nada, obteniendo del gobierno más facilidades para despedir y para hacer negocios.
En Colombia, además, los asesinatos de dirigentes sociales, una epidemia en sí misma, y de ex combatientes de las FARC desmovilizados, crecieron durante los casi tres meses que se lleva de confinamiento, según un informe de la Fundación Ideas para la Paz que también da cuenta de un aumento de la quema y la tala de bosques y de la minería ilegal.
Al panorama ya extremadamente grave que plantea en general la pandemia, acentuando las condiciones preexistentes, se le ha sumado ahora en el Triángulo Norte centroamericano (El Salvador, Guatemala, Honduras) el del retorno de migrantes deportados desde Estados Unidos.
El propio presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei, habitualmente tan obsequioso con su par Trump, la semana pasada se quejó de que los vuelos volvían “todos contaminados”. “Entendemos lo de las deportaciones, lo entendemos”, pero esto es demasiado, querido colega, le dijo.
A su llegada, los migrantes sufren además discriminaciones en sus propios pueblos. Los ven como apestados. Pobres contra pobres.
Más de mil migrantes mexicanos murieron de Covid-19 en Estados Unidos, mientras en su país, uno de los más afectados por la pandemia en América Latina (106.000 contagiados, casi 13.000 muertos al 5 de junio) el gobierno de Andrés Manuel López Obrador mira para otro lado y “desafía” al virus.
No muy distinto a lo que sucede en Nicaragua (más de mil casos, 50 muertos), donde el régimen Ortega-Murillo, mezcla sui géneris de integrismo religioso, neoliberalismo y populismo con una vacía retórica revolucionaria, ha dejado librados a sí mismos a los empobrecidos habitantes del país.
Chile también cruje. En pocos días, los casos de Covid-19 se dispararon: hoy son unos 122.000 y el número de muertes superó largamente el millar.
Aun con un gasto en salud elevado para la región (el segundo), el país estrella de los Chicago boys presenta un nivel de acceso a los servicios sanitarios de los más bajos (está 15 entre las 20 naciones latinoamericana consideradas por la OMS).
“Como bien prueba el ejemplo de Estados Unidos –el país con el gasto per cápita en salud más alto del mundo–, un elevado nivel de gasto no necesariamente se traduce en un acceso universal a la salud, lo que constituye un serio problema a la hora de enfrentar epidemias”, señala el informe de la BBC. Chile entra en esa misma consideración.
Todo se ha privatizado en el país desde los tiempos de la dictadura: el acceso a la salud, a la educación, a la seguridad social. Y todo cuesta un ojo de la cara. Quienes tienen más lo pueden pagar. Quienes no, quedan al margen, o se endeudan casi de por vida.
Las desigualdades en Chile están entre las más pronunciadas en América Latina: el 10 por ciento de los hogares más ricos ganan 36 veces más que el 10 por ciento de los más pobres y concentran el 58 por ciento de la riqueza (datos de Cepal citados por la periodista Ariadna Dacil Lanza en el número de abril de la revista Nueva Sociedad).
En 2018 se calculaba que una familia tipo necesitaba como mínimo 1.600 dólares mensuales para no endeudarse en un país donde el costo de vida es similar al de Europa y donde la mitad de los asalariados ganan menos de 600 dólares.
Al 60 por ciento más pobre de la población, los más golpeados por la pandemia, el gobierno de Sebastián Piñera les ha entregado un bono de 60 dólares mensuales y les ha repartido algunos miles de canastas de alimentos.
Los concernidos lo tomaron como una burla. No hay espacio por el momento en ningún lado para protestas masivas como las que protagonizaron los chilenos contra la globalidad del modelo hasta que llegara la pandemia, pero en los barrios populares de Santiago se las han ingeniado para salir a la calle.
También en Colombia, también en Ecuador, también en Perú las protestas van creciendo. “Para que la nueva realidad no sea peor que la vieja hay que pelear ahora”, decía una banderola en Bogotá.
“En todo el mundo ha quedado en evidencia que allí donde el Estado fue más vapuleado las consecuencias sociales –no sólo sanitarias– de la pandemia han sido más nefastas. América Latina no es por supuesto es la excepción”, constataba días atrás un dirigente de la central sindical uruguaya PIT-CNT.
Pero esa evidencia no lo es tanto para la gran mayoría de los gobiernos de la región: de Uruguay a Guatemala, pasando por Honduras, El Salvador, Chile, Perú, Colombia, Paraguay, Ecuador, Bolivia y por supuesto Brasil no ha habido apartamientos mayores del credo liberal.
Con diferencias de estilo –en una punta la emocionalidad bestial de un Bolsonaro, en la otra la aparente moderación “empática” del uruguayo Luis Lacalle Pou, en el medio el cinismo frío de un Piñera–, el discurso ha sido el mismo: ni hablar de más impuestos a los ricos, ni hablar de una renta básica, ni hablar de reconocer la necesidad de un reforzamiento del Estado. Y así.
“No se puede”, dijo por ejemplo Lacalle cuando la Intersocial, un conjunto de organizaciones sociales que abarca al movimiento sindical, le planteó instituir, aunque fuera por unos meses, un ingreso mínimo para los más afectados por la crisis.
“Son la locomotora que nos sacará de la crisis”, “no se les puede poner cargas”, dijo cuando se le preguntó si no habría que pedir alguna contribución a las grandes empresas privadas y a los más ricos para el post-Covid.
Un poco a la manera del francés Emmanuel Macron, el uruguayo ha dado sin embargo muestras de cierto pragmatismo y aceptado que el dogma de la reducción a rajatabla del déficit fiscal debía dejarse de lado por el tiempo pandémico.
Y Uruguay es un país altamente institucionalizado, con un peso “tradicional” del Estado, con empresas públicas fuertes cuya privatización hasta ahora se ha impedido, y una red de protección social mayor que en el resto de América Latina. Difícil de barrer todo eso de un plumazo.
Los 15 años de gestión progresista que terminaron en marzo llevaron también a una formalización del mercado de trabajo y un reforzamiento relativo de la salud pública que le han servido a Lacalle para canalizar sus planes de “asistencia focal” a los más pobres.
Pero más allá de amabilidades y moderaciones de discurso, el gobierno uruguayo –integrado entre otros por un partido militar de nostálgicos de la dictadura- no escapa a la generalidad de sus aliados regionales.
Y está promoviendo ahora en el parlamento leyes que contienen toda la panoplia: privatizaciones, ataques al derecho de huelga, reforzamiento del arsenal represivo, más poder aún a las empresas, vuelta a la opacidad del sistema financiero, etcétera, etcétera.
La progresía latinoamericana mostró también claramente sus límites, observa en la entrevista de Nueva Sociedad Lena Lavinas.
En los 14 años de gobierno del PT en Brasil, “en lugar de invertir en una red de protección real, en la mejora de la infraestructura urbana, en políticas habitacionales de calidad y en mejorar los servicios públicos, se puso el acento en políticas como el acceso al crédito, el consumo de masas, el programa Bolsa Familia”.
Con matices, los tres lustros de gobierno del Frente Amplio en Uruguay, la década kirchnerista en Argentina, ni qué hablar las tres décadas de Concertación en Chile transitaron un camino similar.
“La política social sirvió para consolidar el modelo de consumo socialdesarrollista, que consistió en promover la transición hacia una sociedad de consumo de masas a través del acceso al sistema financiero”, afirma Lavinas.
Los tiempos de progresismo, dice, “fueron años de promoción de una agresiva estrategia de inclusión financiera” y de extremadamente débiles cuestionamientos a las estructuras de poder en la sociedad.
La investigadora brasileña recoge preocupaciones de sectores de izquierda en todo el mundo.
“Lo que nos enseña la pandemia es que no se debería seguir aceptando la fragmentación y la segmentación en el acceso a la salud, la educación y la seguridad pública. Hay que reinventar mecanismos de financiamiento de sistemas universales sufragados por los más ricos y por el sistema financiero, que siguen teniendo enormes beneficios incluso en periodos de crisis”, dice.
“Tenemos una certeza: queremos más lo público. Repensemos y reformemos la esfera pública, el espacio colectivo que alberga y acoge porque se basa en valores universales. Fortalezcamos la democracia participativa, la creencia en la ciencia y la necesidad urgente de redefinir nuestros modelos de desarrollo, enfrentando con posibilidades de éxito a mediano y largo plazo la crisis ambiental”.
“Ha llegado el momento de construir utopías para superar la distopía”, termina Lavinas.
Más allá de la pandemia, que acabará, como otras, siendo controlada en espera de la siguiente, que la “vieja realidad” dé paso a una “nueva” dependerá, como siempre, del equilibrio de fuerzas, de para dónde vayan los tiros.
Nunca una pandemia, ni una crisis, ni la tierra arrasada, dieron paso por sí mismas a nada si atrás no había alguien, alguienes, que empujaran para que así fuera.
Pasados los primeros tiempos pandémicos, en que, como es habitual en las grandes crisis, hasta los más liberales hacían gala de pragmatismo y evocaban las bondades del Estado prometiendo que en el futuro las cosas serían distintas y que habría que recuperar el espacio de lo público, lentamente las cosas están volviendo a la normalidad a secas.
Y en tierras de progresía (en México, por ejemplo) el desarrollismo vuelve abiertamente por sus fueros, con anuncios de reactivación de las apuestas a las energías fósiles y al extractivismo. Como si el Covid-19 no hubiera dejado lecciones también en ese plano.
Bienvenidos a la nueva-vieja realidad.