En el mundo hay abundante capital y cada vez se reproduce más. El monto total, bajo distintas formas, supera por más de diez veces la producción mundial anual de servicios y bienes, el PIB, y la deuda general de hogares, gobiernos y empresas no financieras y financieras suma 253 millones de millones de dólares, más del triple del PIB.
Y hay que sumar otras formas: acciones bursátiles, seguros, reaseguros, operaciones y contratos a futuros, titularizaciones, criptomonedas y un portafolio de derivados que, según el Banco de Pagos Internacionales, puede cubrir montos por 542,4 mil millones de dólares.
Parte de la crisis económica contemporánea consiste en la dificultad para los capitales de buscar rentabilidades sin alto riesgo –así sea solo para ganar en valor en el mercado– y aun sin grandes utilidades.
Se trata de echarle mano a lo que se pueda y como sea. Y, si como lo anterior fuera poco, hay alta concentración del capital financiero ya que apenas 500 fondos manejan la quinta parte de los activos mundiales.
En su cacería, estos fondos capturan “emprendedores” con alguna innovación exitosa y la vuelven objeto de valorización. Ese es el caso de Uber. Fue ideada por los gestores de “start ups” Kalanick y Camp, a quienes luego de positivos ensayos, en 2011 se les empezaron a sumar fondos financieros.
Después de nueve años, Uber vale más que Ford Motors Company, por encima de 50 mil millones de dólares. Sus accionistas mayoritarios son el banco japonés SoftBank (16,3 por ciento); el Fondo Público de la realeza de Arabia Saudita (5); Benchmark, fondo de riesgo de Silicon Valley (11 por ciento); los fundadores (14) y Google-Alphabet (5 por ciento).
Uber, para diseminarse, debía desbancar a quienes en cada latitud estaban en el negocio del transporte público individual: taxis.
Al respecto, su creador Kalanick dispuso: “Estamos en una campaña política. Nuestro candidato es Uber y nuestro opositor es un idiota llamado taxi”.
En esa campaña estaba incluido subirse al ring, no respetar las normas existentes, y, con base en sofismas como “economía colaborativa” y otros más, tomarse el territorio a codazos.
Las reacciones no se hicieron esperar y en Londres, Vancouver, Budapest, Roma, Sofía, París, China (donde favorecen a DiDi), Barcelona, Seúl, Turquía, Dinamarca, el territorio norte de Australia, Oregon y Alaska y otras más lo prohibieron o limitaron, entre ellas Nueva York, donde el alcalde Di Blassio dijo:
“Se aprovechan de los conductores, ahogan nuestras calles con congestión (como en todas partes) y llevan a los trabajadores a la pobreza”.
En Colombia, Uber se atribuyó la facultad de imponer tarifas por encima de la autoridad competente, violando el Código Penal y también leyes del transporte, la laboral, la de responsabilidad civil y las de impuestos, al no pagar sobre la renta que devenga del 25 al 30 por ciento que gana por cerca de 45 millones de carreras facturadas al año y que ya les quitó a sus competidores.
Congresistas de distintos partidos han denunciado este irregular proceder que lleva siete años y al que no le valen ni multas, ni regulaciones de taxis de lujo, ni sanciones a sus “socios”, etc.
Por procedimientos similares, el Tribunal de Justicia Europeo produjo una sentencia de diciembre de 2017 que dice que Uber “no responde a la calificación de ‘servicio de la sociedad de la información’, sino a la de servicio en el ámbito de los transportes” y que está incluido en “la política común de transportes”, una fundamentación similar por la cual la SIC la prohibió por competencia desleal.
En medio del torbellino, muchas son las voces que reclaman una “regulación” adecuada; pero con los antecedentes, con la coacción de demanda ante tribunales vía TLC y con actitudes amenazantes, cabe preguntar: ¿Y cuál le sirve a Uber? ¿La del laissez faire, laissez passer (“dejar hacer y dejar pasar”)? Tal parece. La del capitalismo salvaje.