No hay que coincidir con cada aspecto del acuerdo para respaldar, como lo expliqué en el Senado, que se finiquite el proceso, dado el gran avance que para Colombia significa ponerle fin a un alzamiento armado que nunca debió darse y cuyos daños han sido enormes.
Se contrapone con el programa del Polo, por ejemplo, que allí se diga que “La Reforma Rural Integral (se adelantará en un contexto de globalización y de políticas de inserción ella por parte del Estado”.
Durante la implementación legal de lo pactado deberá corregirse que el acceso de las Farca unas curules –participación que no objetamos– se acordara de forma que pone en riesgo la presencia del Polo y de otras fuerzas minoritarias en el Congreso, a pesar de que el reclamo se le planteó formalmente al presidente Juan Manuel Santos.
También es comprensible que a otros sectores los contraríen aspectos del nuevo acuerdo. Pero no resiste análisis afirmar que por ello el país pierde más de lo que gana y que entonces es mejor que no haya acuerdo, porque no es así.
Y no lo es porque nada en el texto desquicia a Colombia ni le impide avanzar por el camino de resolver sus demás problemas, que seguirán iguales tras lo pactado en La Habana.
Esas son exageraciones que pueden decirse, mas no probarse, y que están conduciendo a que, según lo expresado por los voceros del Centro Democrático y de la Unidad Nacional, los colombianos sigamos, como corcho en remolino, presos del debate sobre qué hacer con las Farc.
Esa controversia se ha usado para escoger en línea a cinco presidentes neoliberales, mientras tapaban que en todo lo demás los candidatos, supuestamente diferentes, representaban los mismos intereses.
Ya los formadores de opinión empezaron a martillar con que en 2018 todo se limitará a escoger entre los candidatos que promuevan los dos últimos presidentes de la República, pretensión calculada para que sin importar quién gane, ganen los mismos, con el mismo modelo económico, social y político de la globalización neoliberal, para que siga pasando lo mismo.
Se trata de regresar a días como los del monopolio liberal-conservador, en los que las elecciones –con una ciudadanía políticamente manipulada mediante un sectarismo feroz– eran como carreras de caballos en las que competían varios ejemplares, pero todos del mismo dueño.
El aporte aparentemente innovador de Santos consistiría en lograr la tercera presidencia de la Unidad Nacional, con el mismo programa que hoy ejecuta, más el Acuerdo de La Habana, y el respaldo de sectores provenientes de la izquierda.
Es obvio que la jugada consiste en regresar a Colombia a algo semejante al Frente Nacional –con sus contubernios fundamentales y peleas superficiales–, mediante el desarme militar de las Farc y el desarme político de todos los ex alzados en armas y de aquellos que, en la legalidad, hemos estado en la oposición al régimen.
Aunque no lo digan, ello le suena a gloria a los líderes del Centro Democrático, porque bien saben que sus diferencias con el santismo, en asuntos medulares, no van más allá del proceso de paz.
Salta a la vista que el nuevo Acuerdo de La Habana sirve para desarmar a las Farc y para que éstas, comprometidas con el respeto a la Constitución, se reintegren con garantías legales y políticas a la vida civil.
Pero también es cierto que los demás problemas nacionales seguirán iguales, con sus graves carencias en soberanía y democracia auténtica, TLC y privatizaciones, sector financiero, monopolización económica extrema, medio ambiente, empleo y pobreza, salud y educación, agro, industria y servicios públicos, y ni qué decir que en corrupción política y de todos los tipos.
Colombia necesita en 2018 un gobierno “ni ni”, ni de la Unidad Nacional ni del Centro Democrático, que si bien respete el Acuerdo y la legalidad que lo respalde, también derrote las concepciones de la clase política que desde siempre, y en especial a partir de 1990, ha mandado muy mal.