Inglaterra fue, en la primera mitad del siglo XIX, el terreno típico de la revolución industrial. Federico Engels vivió y escribió un extraordinario libro, en el cual documenta (a partir de las máquinas a vapor y de las máquinas para la elaboración de! algodón) ese período de “una revolución que avanzó tanto más potente cuanto más silenciosa”, desintegrando la antigua estructura familiar de tejedores-agricultores que vivían con lo necesario, tenían descanso para un trabajo sano en su campo o jardín, consignaban el hilado o tejido a los agentes viajantes contra pago de la mercadería que necesitaban, vivían generalmente en el campo y podían, con su salario, arreglárselas bien.
Engels analiza los efectos de la irrupción de las máquinas (desde la Jenny o torno para hilar) hasta los cambios que rompieron la antigua organización patriarcal, y un incesante movimiento de la industria.
Surgieron así establecimientos cada vez más grandes en los que hombres, mujeres y niños debían vender su fuerza de trabajo.
El fruto más importante del desarrollo de la industria (que exigía cada vez mayor número de brazos) fue el proletariado.
El surgimiento desordenado, en las peores condiciones, de concentraciones de viviendas y el trabajo de sol a sol llegaron a condiciones extremas.
Engels documenta las inimaginables condiciones de vida de quienes forjaban, en el trabajo diario, la abundancia ajena. “A menudo, más de una familia habitaba en un sótano húmedo, en cuya atmósfera pestilente estaban encerradas doce o dieciséis individuos”.
La explotación hasta del trabajo de los niños llegó a límites increíbles. A algunos se los obligaba a trabajar atados a las máquinas.
Sucedía también que, después de extensas jornadas, los muchachos “se echan en la calle y en lo más avanzado de la noche son buscados y hallados durmiendo, por sus padres”.
Engels demuestra que la acumulación capitalista fue, en realidad, un asesinato premeditado.
“Si la sociedad sabe, y lo sabe muy bien, que millares de individuos deben caer víctimas de esas condiciones, ello constituye un asesinato premeditado, sólo que más pérfido”, un asesinato que no es tanto un pecado de acción como de omisión.
Con pocas variantes ese fue, en diversas latitudes, el desarrollo de la revolución industrial en el siglo XIX.
En 1886, antes de la condena a muerte de los que en cada 1 de mayo la clase trabajadora del mundo recuerda como los mártires de Chicago, ese lugar era ya ciudad de mártires.
Maurice Dommanget, en su Historia del 1 de mayo, explica que muchos obreros partían hacia el trabajo a las cuatro de la mañana y regresaban a las siete u ocho de la noche, o aun más tarde, de modo que jamás veían a sus hijos y mujeres a la luz del día.
El producto del trabajo se acumulaba en ganancia para los patronos mientras miles de obreros carecían de lo imprescindible para una vida decorosa.
Esa realidad se agrava en 1873 con la crisis financiera. Poco a poco, las angustias de los trabajadores confirman la necesidad de organizarse en forma solidaria.
El dolor necesita esperanzas y la esperanza concertaciones para la acción. Se van formando así diversos grupos para luchar por las ocho horas.
Y uno de ellos, los Caballeros del Trabajo, declara, en 1874, que se esforzará en obtener sus demandas con una medida radical: “la negativa a trabajar más de ocho horas.
Una vez más la lucha por las ocho horas aparece ligada a la huelga general”.
En Pittsburg los trabajadores ferroviarios libran una prolongada huelga por las ocho horas, pero los patronos vencen, con el apoyo de las armas del Estado.
No obstante, la demanda de justicia retorna. Y sobre el recuerdo de la derrota crecerá la Federación de Trade Unions, que se convertirá luego en la Federación Estadounidense del Trabajo (AFL).
Esta, a fines de 1882, en su segundo congreso, declara que la jornada de ocho horas dará trabajo a desocupados, disminuirá el poder del rico sobre el pobre, creará condiciones favorables a la educación y al mejoramiento intelectual de las masas y aumentará el consumo de bienes estimulando la producción.
Los sindicalistas solicitan a los partidos Republicano y Demócrata que definan posiciones. En 1884 el Congreso de la AFL reconoce el fracaso de esas gestiones y muchos militantes obreros consideran que se obtendrá más por presión directa sobre los patronos.
La convicción se generaliza, abriéndose camino la idea de una acción sindical unánime. Finalmente, la Federación de Trabajadores de Estados Unidos y la de Canadá resuelven que a partir del 1 de mayo de 1886 la jornada de trabajo será de ocho horas.
Se recomienda, además, hacer gestiones para que se aprueben leyes acordes con esa resolución y se invita a participar en el movimiento a los Caballeros del Trabajo.
La fecha elegida fue el 1 de mayo ¬-explica Dommanget citando a Gabriel Deville– porque esa fecha correspondía al comienzo del año de trabajo y a partir de la misma se efectuaban, masivamente, contrataciones de servicios. La reivindicación gana voluntades. Las huelgas se extienden.
El propio presidente Cleveland, ante el agravamiento de la cuestión social reconoce, ante el Congreso, que las relaciones entre capital y trabajo son muy poco satisfactorias y eso, en gran medida, debido a las ávidas y desconsideradas exacciones de los empleadores.
Al fin, amanece. El 1 de mayo de 1886 las manifestaciones plantean: ¡Ocho horas de trabajo! ¡Ocho horas de reposo! ¡Ocho horas para la educación! A partir de hoy ningún obrero debe trabajar más de ocho horas por día.
Cinco mil huelgas. Trescientos mil huelguistas. En los mítines de Nueva York se escuchan discursos en inglés y en alemán.
José Martí, corresponsal de La Nación de Buenos Aires, explicará: “los inmigrantes europeos denunciaban con renovada ira los males que creían haber dejado tras sí”.
Las huelgas anuncian un tiempo nuevo. Crece la conciencia del proletariado frente al capitalismo más opresivo e imperioso. En Milwaukee la jornada fue sangrienta. Intervino la policía. Hubo choques. Una descarga de fusilería contra los manifestantes mata a nueve personas.
Estos hechos, y los del 3 de mayo en Chicago, que serán aún más trágicos, quedarán grabados en el recuerdo conmovido del mundo.
En 1886 los trabajadores padecían pésimas condiciones, pero los patronos no aceptaban cambios. En el Chicago Times se planteaba: “la prisión y los trabajos forzados son la única solución posible a la cuestión social. Hay que esperar que su uso se generalizará”.
Los trabajadores y trabajadoras se movilizaron tras las banderas rojas y negras de los anarquistas, que en Chicago contaban con prestigiosos militantes. Los patrones recurren a los despidos o al cierre.
En la fábrica McCormick, de maquinaria agrícola, son cesados 1.200 trabajadores y sustituidos por rompehuelgas. La empresa organizó, además, una policía privada que -informa Dommanget– actuaba con la complicidad policial y la impunidad judicial.
El 3 y 4 de mayo una multitud de trabajadores asistió a un mitin en el que habló Spies, líder anarquista, director del Diario de los Trabajadores de Chicago.
Un grupo se apartó del mitin y chocó con rompehuelgas de la fábrica McCormick pero los policías privados de la empresa atacaron a los huelguistas con revólveres y fusiles.
El mitin se dispersó, pues muchos corrieron en ayuda de sus compañeros. Los agentes dispararon sobre los que huían y el resultado fue seis muertos y cincuenta heridos.
Desde su diario, Spies denunció a los gobernantes a los que acusó de tigres ávidos de sangre de obreros y convocó a movilizarse contra el fusilamiento de trabajadores.
Se convocó entonces, por los anarquistas, a un mitin de rechazo al crimen en Haymarket, la plaza del mercado de heno. El acto fue autorizado y tomó un carácter pacífico recomendándose a los manifestantes que concurrieran sin armas.
Allí hablaron Spies, Parsons y Fielden. Cuando la multitud se dispersaba, alrededor de la hora 22, la policía irrumpió con violencia.
Una bomba (los historiadores han planteado la posibilidad de un agente provocador) cayó entre los policías, provocando varias bajas. La represión fue trágica, con numerosos muertos y centenares de heridos.
Diversos medios de comunicación arrecian entonces sus campañas contra las reivindicaciones obreras. El New York Times planteó que “las huelgas para obligar al cumplimiento de la jornada de ocho horas pueden hacer mucho para paralizar la industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad del país”.
El Illinois State Register calificó a la lucha por las ocho horas como “una de las más consumadas sandeces que se hayan sugerido nunca acerca de la cuestión laboral”. Y sostuvo que “hacer huelga en procura de ocho horas es tan cuerdo como hacer huelga para conseguir paga sin cumplir las horas”.
A la matanza siguió una larga etapa de represión, allanamientos masivos, estado de sitio y ocupación de barrios enteros por la tropa. Se detuvo, apaleó y torturó a centenares de obreros y dirigentes sindicales.
El diario de Spies fue allanado, sus redactores detenidos y la nómina de suscriptores utilizada para multiplicar el número de presos. El odio (“asesinos”, “agitadores”, “monstruos sanguinarios”, “pestíferos sediciosos”, “gentuza”, “hez de Europa”) se concentró contra los dirigentes anarquistas.
Fueron detenidos Samuel Fielden, August Spies, Michael Schwab, George Engel, Adolph Fischer, Louis Lingg y Osear Neebe. Albert Parsons, que permaneció en la clandestinidad, el día del proceso se presentó para compartir el proceso con sus compañeros.
Todo el juicio -como se probó después- fue una farsa destinada a condenar a los anarquistas. Un miembro del tribunal admitió la mascarada, pero afirmó: “los colgaremos lo mismo. Son hombres demasiado sacrificados, demasiado inteligentes para nuestros privilegios”.
El fiscal reclamó la muerte: “Declarad culpables a estos hombres; haced un escarmiento con ellos; ahorcadlos y salvaréis a nuestras instituciones y a nuestra sociedad”.
Los condenados, conscientes de su lucha, mantuvieron hasta el último instante sus ideas. Cuatro fueron condenados a la horca. Fischer dijo que no pediría perdón por sus principios: “jamás pediría perdón por lo que creo justo y bello”.
Engel sostuvo que las leyes del régimen capitalista son contrarias a la naturaleza y que el crimen de que se le acusaba era haber trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonan millones otros caigan en la degradación y la miseria.
Parsons reclamó: “dejadme hablar, juez Matson. Dejad que se escuche la voz del pueblo”.
Spies profetizó: “Salud, tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que nuestras voces, que estrangula la muerte”.
Schwab y Fielden fueron condenados a prisión perpetua.
Neebe a quince años.
Y la antevíspera de la ejecución se informó el suicidio de Louis Lingg. Luego se probó que ese fue el primer asesinato.
Todo el proceso a los mártires y la descripción del entorno social quedó para siempre en emocionados relatos, como las crónicas de José Martí.
Años después, John Altgeld, gobernador de Illinois, luego de una investigación proclamó las irregularidades e infamias del proceso y la inocencia de los condenados.
El recuerdo de los mártires permaneció siempre ligado al 1 de mayo y a las luchas obreras hasta que, finalmente, el Congreso de la Internacional Socialista decidió organizar “una gran manifestación internacional en fecha fija, de manera que en todos los países y ciudades a la vez los trabajadores intimen a los poderes públicos a reducir legalmente a ocho horas la jornada de trabajo”.
En cada 1 de mayo, la paralización del trabajo demuestra quiénes forjan la riqueza de cada país, cuestiona por lo general -en los planteos de la clase obrera- la propiedad privada de los medios de producción y anuncia, desde la esperanza colectiva, el fin de la sociedad de clases.
Régimen que es -como denunciara Jean Jaurés- un atentado contra la humanidad.