El fracaso de las cúpulas está directamente ligado a su vocación zancuda y prebendaria, así como a la falta de voluntad de terminar realmente con este régimen.
Según su visión “pragmática”, en estas condiciones es preferible dar continuidad a este régimen, matricularse como segunda fuerza, conseguir algunas cuotas de poder en el parlamento y propiciar un “aterrizaje suave” que asegure la gobernabilidad necesaria para el gran capital y los empresarios. La economía es primero, la democracia puede esperar.
Bajo esa premisa funcionó el modelo corporativo del gobierno y las cámaras empresariales, antes de abril de 2018.
Este modelo de “diálogo y consenso” quedó rubricado en la reforma constitucional del 2014, aprobada solo con los votos del FSLN.
Según la nueva redacción se le entrega a la gran empresa, representada por el COSEP, el derecho a “participar en la elaboración, ejecución y control de los planes económicos, conforme el modelo de diálogo, alianza y consenso impulsado por el Estado” (Aguilar, 2014).
Esta alianza permitió a los grandes empresarios funcionar como un colegislador, beneficiándose de innumerables iniciativas económicas, reformas tributarias, concesiones ventajosas, regulación en materia de contratación pública, competencia, inversión y comercio internacional, entre otras (Feinberg y Miranda, 2019).
La rebelión de abril de 2018 cuestionó ese modelo, pero también el rol de todos los partidos políticos, a quienes las grandes mayorías consideran parte de la maquinaria del poder que les oprime.
En las masivas movilizaciones que pusieron en cuestión la continuidad de Ortega las cúpulas y las banderas de esos partidos no hicieron acto de presencia, al no ser bienvenidas.
Los partidos ni siquiera fueros considerados como actores en los distintos momentos del Diálogo Nacional. La diversidad de la rebelión no permitió entrar en consideraciones de quién era de izquierda o de derecha.
La diversidad era tal que en la misma mesa se sentaron sectores conservadores al lado de feministas, diversidad sexual, ecologistas, campesinos, obreros.
Pero puestos en la carrera y lógica electoral, los dueños de casillas empezaron a considerar la cosecha de esa rebelión en un voto antidictatorial que les permita subir a limites impensados de porcentajes de votos.
Actualmente, ninguno de estos partidos llegar a obtener más del 3 por ciento de respaldo ciudadano, según todas las encuestas.
La debilidad de esta oposición de los partidos es tal que el régimen aprobó una reforma de la Ley Electoral que, en vez de flexibilizar las condiciones de participación, las endurecen hasta puntos inconcebibles.
Será el mismo aparato dictatorial el que determinará si un candidato puede o no correr en la contienda, usando el criterio de que si participó o no en el “intento de golpe” de abril de 2018.
O bien, será la represiva policía quien autorizará o no las reuniones y movilizaciones de la “oposición”.
De paso, como dijimos, la reforma conllevó la renovación del CSE con diez magistrados totalmente subordinados al orteguismo.
La dirigencia de uno de estos partidos opositores, subordinada claramente a los intereses del gran capital, ha llegado a expresar que jamás se entenderán con feministas pro aborto, con organizaciones de la diversidad sexual, o antiguos sandinistas, porque todos siguen siendo de izquierda, mientras ellos son la extrema derecha.
De esta manera estas fuerzas se apuntan a participar en un proceso que desde ya es claramente fraudulento, dejando a un lado las demandas y reivindicaciones que nacieron en abril de 2018.
De paso, eligen desconocer a quienes estuvieron en los tranques y las barricadas, sufrieron injustamente prisión o están forzadamente exiliados.
Igualmente, se desconoce a los familiares de los asesinados, a los más de cien presos políticos; y a los movimientos, como el de los campesinos, que siguen pendientes de la derogación del oneroso tratado canalero que entrega sus tierras y el Gran Lago a los intereses transnacionales.
Para los participantes de abril es claro que estamos viviendo el peor de los escenarios posibles: elecciones con Ortega, sin reformas, sin unidad y rumbo a un fraude descarado.
Con estas condiciones es evidente que no se alcanzarán las reivindicaciones que los sectores populares necesitan y demandan. La desesperanza podría generar un mayor abstencionismo que en 2017, cuando más del 60 por ciento de los votantes no participamos.
Las fuerzas políticas deberán generar un gran ambiente para conseguir que la gente participe, a pesar del fraude seguro.
Tampoco podemos descartar que los sectores populares decidan aglutinarse alrededor de alguna candidatura surgida al margen de las actuales cúpulas partidarias, decidan romper el estado de sitio de facto que vivimos y movilizarse masivamente para quebrar el fraude electoral orteguista.
Mientras tanto, las únicas vías para resistir siguen siendo los movimientos y expresiones sociales: el movimiento campesino anti Canal, las asociaciones de víctimas y excarcelados, los movimientos estudiantiles, feministas, sindicales, la diversidad sexual, indígenas y afrodescendientes, además de otros colectivos auto convocados.
Algunos de ellos están agrupados en la Articulación de Movimientos Sociales y sus respectivas agendas se ven reflejadas en el programa de Las Dignidades, en la seguridad que “las insurrecciones populares no caben en las urnas”, como dijo Raúl Zibechi.
Hay que seguir resistiendo y luchando para acumular fuerzas ante nuevas oleadas de movilización que nos lleven a una nueva sublevación cívica.
Las extremas restricciones en que vivimos deberían abonar la conciencia para un provocar nueva rebelión que saque a Ortega del poder y abra los espacios para una transición democrática.
La pertinencia de este escenario está fundada tanto en la convicción de que las dictaduras no se inmolan ni entregan el poder, como en el legítimo derecho de un pueblo oprimido a la rebelión (Baltodano, 2018).
(Publicado originalmente en (Des) Infórmate. Los intertítulos pertenecen a La Rel)