Algo en tu cara me fascinaba
En las últimas semanas el nombre de Robert Oppenheimer ha regresado a los titulares de los periódicos y a las marquesinas de las salas de cine de la mano del realizador estadounidense Christopher Nolan. La película dura tres horas; logré visionarla íntegramente, aunque con un interés oscilante y, finalmente, con indignación.
Carlos Amorín
25 | 09 | 2023
Foto: El Español
El filme recrea la figura del físico teórico estadounidense Oppenheimer, sobre todo durante la época en la cual encabezó un enorme grupo de científicos dirigiendo el llamado “Proyecto Manhattan”, cuyo principal resultado fue la creación de la bomba atómica, dos de las cuales lanzó Estados Unidos en 1945 sobre Hiroshima y Nagasaki marcando el hito histórico de haber sido la primera —y hasta ahora única— utilización de un arma nuclear contra seres humanos.
Cuando los demás integrantes del Eje (Alemania e Italia) ya se habían rendido, Japón continuaba resistiendo en el Pacífico, aunque sin ninguna posibilidad de revertir el resultado inminente de la Segunda Guerra Mundial. Las masacres atómicas —totalmente innecesarias desde el punto de vista militar— se ordenaron como venganza por el ataque sorpresivo de la Armada nipona contra la base naval estadounidense de Pearl Harbor en diciembre de 1941. Este hecho cambió su política de “no intervención” precipitando el ingreso de Estados Unidos a la conflagración.
Más allá de los detalles históricos de por qué y cómo se inició el Proyecto Manhattan, importa en nuestro contexto resaltar que fueron reclutadas “las mejores mentes científicas” del país que trabajaron bajo el mayor secreto en un pueblo —Los Álamos— especialmente construido para alojarlos junto a sus familias en pleno desierto de Nuevo México.
El principal argumento de Oppenheimer para convencer a sus más brillantes colegas era simple: había que derrotar a los nazis. Pero ese propósito no resultó suficiente para muchos de ellos que se resistían a participar, así que agregó otro, más altruista: será el arma que terminará con todas las guerras. En realidad, resultó siendo el arma que instaló la guerra permanente, llamada también la Pax Americana.
Una vez que tuvo las decenas de miles de civiles muertos en sus brazos, y poco después de las primeras celebraciones, brindis y ¡hurras!, Oppenheimer se dio el lujo de la ambigüedad, de insinuar ante los cada vez más numerosos críticos del holocausto atómico que, tal vez, quizás, su invento era, en realidad, una condena. Además de victimario, también quiso ser víctima.
Pero, ¿por qué nos importa ahora Oppenheimer? Porque él instaló el paradigma del científico contemporáneo, y hasta se podría decir de la ciencia moderna. La Pax Americana implicó el dominio absoluto de Estados Unidos sobre occidente.
De la mano de la supremacía militar venía la inundación comercial, la invasión cultural, el american way of life y su pócima: el consumismo (para algunos), el modelo productivo y energético, y sobre todo, el modelo agrícola industrial.
La dominación venía detrás del poder atómico silbando la marcha Yankee doodle*: el paradigma de la Revolución Verde atravesó la llamada “cortina de hierro” como si fuese de mantequilla y se impuso a nivel planetario.
Un modelo de producción “militarizado” con base en el monocultivo, la guerra de exterminio mediante el uso intensivo de agrotóxicos y fertilizantes químicos, el endeudamiento y la bancarización de los pequeños y medianos productores para sostener la agricultura de escala que demanda capital para la mecanización y el alto consumo de combustibles fósiles, la disminución drástica de la biodiversidad acosada por las semillas híbridas, etc.
En pocas palabras, la agricultura industrial.
Para lograr este otro Proyecto Manhattan a escala planetaria, las grandes empresas estadounidenses se transformaron en corporaciones transnacionales y, a la manera de Oppenheimer, contrataron a muchos de los científicos y científicas más brillantes que reclutaban incluso dentro de las propias universidades.
La ciencia moderna se estableció como otro instrumento del lucro. Su principal interés ya no fue trabajar en bien de la humanidad, sino resolver los problemas y desafíos de los sistemas industriales y agrícolas para consolidar y extender el capitalismo, o sea el poder del dinero.
Mientras un ejército de científicos financiado por las corporaciones, fundaciones, fondos de inversión, entre otros, trabaja diariamente investigando, explorando, ensayando nuevos modos de reformular el dominio del lucro, de extraer beneficios privados de cuanto existe en nuestro planeta, otro grupo quizá más pequeño, pero igualmente eficaz, mantiene y renueva la fe de gran parte de la humanidad en que “la tecnología siempre hallará una solución a cualquier problema”.
No importa qué es verdad y qué no. Lo que define es lo que creemos, y demasiado a menudo nos aferramos a absurdas falacias para acallar el miedo a la incertidumbre, a la intemperie.
Si no tuviéramos la mirada distorsionada por el velo de la propaganda, ni los deseos colonizados por el consumismo, el pensamiento crítico bloqueado por el facilismo y la negación, podríamos ver con claridad que en gran parte, es la ilusión tecnológica de que “todo lo posible es deseable” lo que nos ha traído hasta acá.
Algunos se preguntarán: pero, ¿es que nada bueno nos han dado la tecnología y la ciencia? Más allá de que será muy interesante definir en otro artículo qué son ciencia y tecnología, deberíamos preguntarnos ¿dónde van a parar sus supuestos beneficios?, ¿qué valores han impuesto en el modo de vida dominante de la sociedad contemporánea?, ¿somos realmente más libres y plenos gracias a sus aportes? Se podría alargar mucho más la lista de preguntas, y apenas obtendríamos unas pocas, muy pocas respuestas positivas.
No pretendo hacer aquí una recopilación de calamidades, sino compartir una modesta reflexión sobre el papel que han jugado la ciencia y la tecnología en manos de las corporaciones del lucro.
La alimentación y la agricultura han sido, son y serán, dos de los mayores escenarios donde se juega el futuro de la humanidad, ya amenazadas ambas actividades por el cambio climático, las guerras, la mala política y un denso etcétera.
En los bolsones de resistencia, cuya diversidad dinámica se parece más a incontables y mayormente dispersos hormigueros que a uniformadas columnas perfectamente alineadas, es donde están las verdaderas respuestas, los caminos posibles hacia nuevos paradigmas políticos, sociales y culturales.
Pero para abonar y hacer crecer esos propósitos y capacidades será necesario, entre muchas otras cosas, crear ámbitos de reflexión y sistematización de conceptos que generen acciones transformadoras, abrir espacios de escucha e intercambio, de educación y aprendizaje permanentes, de unidad en la diversidad.
Afortunadamente no partimos de cero. Mucho saber y experiencia se han acumulado en siglos de esfuerzos en el campo popular. En el acierto o el error, la esperanza se abre paso y el tiempo ejerce su crítica implacable. También es mucho lo que se ha descartado, las propuestas fallidas y hasta insensatas. El fin no justifica los medios, nunca.
Es necesario, también, que conozcamos más a fondo las miradas y perspectivas de los pueblos originarios, cuyos saberes y experiencias permanecen, en la gran mayoría de los casos, entretejidos con las dinámicas de la naturaleza.
Sus conocimientos tecnológicos y científicos han sido desarrollados para convivir con ella, para cuidarla, respetarla, porque es la fuente de toda vida, aunque parezca más fascinante y real un cohete lanzado al espacio hacia el planeta Marte, un artilugio que se lleva en su viaje un buen bocado de nuestro propio planeta, imposible de reponer.
Queda mucho por decir y hacer, pero sabemos muy bien que quien se precipita, se precipita.