“El infierno está vacío, y todos los demonios están aquí”.
William Shakespeare – “La Tempestad”
Carlos Amorín
30 | 5 | 2024
Foto: Gerardo Iglesias
“A este barco no lo hunde ni Dios”, dicen que dijo el avezado marino inglés Edward J. Smith cuando por primera vez vio en los astilleros Harland & Wolff, en Belfast, a aquella mole de acero que guiaría como capitán en su travesía inaugural entre el puerto inglés de Southampton y Nueva York. Era el Titanic.
No puedo reír. No puedo siquiera sonreír. No puedo ir al estadio, ni mirar fútbol por la televisión. No puedo escuchar música, o bailar, o pensar en bailar. No puedo subirme a un bus, a un coche, viajar hasta la oficina o el taller, quizás la fábrica. No puedo preparar el desayuno de mis hijos, ayudarlos con sus tareas, acompañarles a su escuela. No puedo hacer el amor contigo, tomar una ducha, jugar con el perro.
No puedo ir a un restorán, o a un carrito de comida, o al almacén a comprar yerba. No puedo sentarme a mirar el río, la ciudad amaneciendo, un avión surcando el cielo.
No puedo regar mis plantas, mis tomates, mis flores. No puedo compartir tontas palabras, o graciosas, o inteligentes. No puedo vender garrapiñada en una esquina de invierno, o caviar ruso en una boutique, o asistir a una boda en la India. No puedo escribir poemas de amor, o de guerra, o historias para niños. No puedo prodigarme en un hospital, ser el enfermero más amable, la cirujana más valiente.
No puedo conducir un taxi por la noche, entrenarme en la rambla o en el parque, mirar tu ventana con nostalgia. No puedo ir al teatro, lavar la vajilla cotidiana, arar la tierra en la mañana. No puedo masticar el pan, oír la lluvia en el tejado, inhalarme y respirar.
No puedo divagar con los fantasmas del amor, flotar como un bote en la bahía, zambullirme en la piscina. No puedo tomar una cerveza, encerrarme en una biblioteca, alistarme en el ejército.
No puedo ir a una iglesia de ocasión, atrapar tu boca con la mía, soñar con ser un millonario. No puedo yacer, cerrar los ojos y dormir imaginando que no pasa nada.
No debería poder mientras mueren miles de niños y niñas en las calles de las guerras, en los sótanos del hambre, en la abyecta esclavitud. Mientras el cielo nos cae sobre la cabeza alternando inundaciones y sequías, vendavales y deshielos, extinciones y bochornos.
Mientras el agua ya no es agua, el aire no es aire, la comida es veneno. Mientras “la cuna del hombre la mecen con cuentos”, la mujer es de todo menos de sí misma, la aspiración mayor es consumir. Mientras fingimos ser sordos, mudos y ciegos para sobrevivir hasta mañana, sin conciencia, sin esperanza, sin razón.
Ya nada importa, porque a nadie le importa nada. Mi lo es todo. Mi casa, mi ropa, mi smartphone, mis lágrimas, mi hipocresía, mi alegría, mi salario, mi emoción, mi vanidad, mi ambición, mi derecho, mi oportunidad, mi salvación, mi carrera, mi orgullo, mi verdad. Cuando mi lo es todo, lo demás es nada.
“Los demonios están entre nosotros”, se interponen, nos bloquean, bombardean los puentes, levantan cortinas de humo, lanzan llamados de sirenas, nos domestican con seducción o con violencia, nos ordenan desde jerarquías arrebatadas a golpes de muerte o de dinero, o de ambos, nos venden la mentira, nos transforman en rebaños predecibles, nos ocultan la verdad, nuestro futuro es de ellos, y el de ellos es de ellos.
Todos lo sabemos. Todos y todas. Lo sabemos. Y quien no lo sabe ya lo sabe, aunque no lo sepa.
Se ha dicho que mientras el Titanic se hundía, el comodoro Smith ordenó que la orquesta oficial del transatlántico, la Wallace Hartley Band, siguiera tocando. Y así lo hicieron sus músicos. Hasta el final.
¿Padecemos acaso el mismo síndrome que la Wallace Hartley Band? ¿El de la negación?
*Para Cyrene Waern, secretaria Internacional de la Confederación Sueca de Trabajadores y Trabajadoras (LO) —y en ella a todos los compañeros y compañeras—, cuyo artículo me hizo sentir que no estamos solos, ni allá, ni acá.