Pensar que México puede construir su soberanía alimentaria sin cambiar los hábitos del comer, es iluso.
Víctor M. Quintana – La Jornada
10 | 02 | 2023
Imagen: Cartón Club
Aunque repelen algunos intelectuales, existe una dieta neoliberal, una manera de seleccionar, elegir y consumir los alimentos vinculada a la economía y a las formas sociales del neoliberalismo: hedonismo, estímulos sensoriales excesivos, individualismo, rechazo por lo local, etcétera.
Desde la conquista de nuestro continente por los europeos, los alimentos fueron una de las principales formas de colonización. Se clasificaron los alimentos buenos para españoles que hacían superiores a las personas y los alimentos malos, para indios que hacían inferiores a quienes los consumían. Trigo, aceite de oliva, carne de res o cerdo, contra maíz, frijol y calabazas (http://bit.ly/3HWGZuG).
Así se formó una cultura alimentaria en la que se conjugaron elementos europeos e indígenas. El mestizaje de ambas culturas y también la resistencia gastronómica local dieron origen a la rica gastronomía mexicana, que predominó hasta fines del siglo pasado.
Pero desde hace tres o cuatro décadas la economía neoliberal globalizada ha impuesto nuevos hábitos de comer en México. Son una de las facetas de la nueva colonización que venimos padeciendo.
Con la apertura comercial y con la entrada en vigor del TLCAN, en 1994, nuestro comer, sobre todo el de los jóvenes se neoliberalizó, se llenó de comida chatarra, se expandió el consumo de lácteos, de ciertos cárnicos, de franquicias de comida rápida. Se “oxxizó el comer nuestro de cada día” y pasamos a ser el principal consumidor mundial de refrescos y de sopas instantáneas.
Uno de los pilares de este modelo agroalimentario neoliberal es el maíz amarillo, básico para la alimentación animal, producción de carne y leche y jarabe de alta fructosa.
El consumo de este endulzante desarrollado en Japón en 1966 y luego retomado con singular entusiasmo por la industria alimenticia estadunidense se disparó desde mediados de los años 70 favorecido por las políticas del Departamento de Agricultura de Estados Unidos.
Gracias a éstas, los estadunidenses redujeron sustancialmente las importaciones de azúcar y empezaron a subsidiar la producción de maíz amarillo y a promover la exportación de jarabe de alta fructosa, amparados en los tratados de libre comercio.
El consumo per cápita de este ingrediente en 1974 era de cinco libras al año, para 2000 se había multiplicado hasta 45 libras anuales.
Voces críticas de Estados Unidos han mostrado que, el gobierno de ese país destina 60 por ciento de los subsidios a los granos que van a la alimentación animal y al jarabe de alta fructosa. El subsidio a los productores de maíz fue de 114 mil millones de dólares entre 1995 y 2019.
El subsidio al jarabe de alta fructosa ha servido para mantener a la baja el costo de los alimentos procesados como panadería, aderezos de ensalada, comidas enlatadas y refrescos. Paradoja: los subsidios de los contribuyentes pasan a enfermarlos a ellos como consumidores, pues es clara la correlación entre el consumo de este jarabe con el desarrollo del síndrome metabólico: obesidad, diabetes, hipertensión. Además, cada día hay nuevos hallazgos sobre los perjuicios de las granjas industriales (http://bit.ly/3YvIAgg).
En México la dieta neoliberal ha contribuido enormemente a la expansión de las enfermedades antes mencionadas. Mientras Nestlé, Danone, Coca Cola, General Mills, PepsiCO, Bimbo y las cadenas de comida rápida como McDonald’s, KFC o Domino’s hacen su agosto, los costos del sistema de salud pública se disparan: en 2020, la diabetes, la hipertensión y la insuficiencia renal le costaron al IMSS 58 mil millones de pesos (US$ 3.222 millones).
La penetración de las trasnacionales agroalimentarias afecta la salud de las personas y también la de las comunidades y la naturaleza: concentración de tierras, despojo a las comunidades indígenas y campesinas, uso intensivo de agroquímicos, devastación de recursos naturales, proliferación de las granjas industriales, desaparición de empresas pequeñas y locales de producción de alimentos, etcétera.
Por eso es clave el asunto de las importaciones de maíz amarillo para el actual modelo alimentario: México acaba de desplazar a China como el primer importador mundial de la gramínea, de Estados Unidos, con 5 mil 121 millones de dólares en 2021; 78 por ciento del maíz amarillo va a la engorda de animales y a la producción de leche, y el jarabe de maíz de alta fructosa ya ocupa casi 30 por ciento del uso de edulcorantes industriales.
No es sostenible el ritmo de importación de maíz amarillo, ni podemos producir todo el que necesitamos de un año para otro. El fondo del asunto es: qué tipo de alimentación vamos a elegir. Es una decisión económica, política, social, cultural y de salud.
Si queremos la soberanía alimentaria y la salud nutricional, necesitamos un modelo que privilegie la producción y consumo de alimentos saludables, producidos localmente, dentro de lo posible, mínimamente procesados, proteínas animales que procedan del libre pastoreo, no de la concentración de miles de animales en las granjas industriales.
Esto implica un verdadero pacto entre Estado, productores, distribuidores y consumidores y una transición planeada de modelo agroalimentario.
La soberanía alimentaria surgirá como fruto no sólo de la revolución de las conciencias, sino también de la revolución de los paladares.