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AMLO y la breve primavera mexicana

En los últimos días hemos escuchado y leído las más diversas interpretaciones sobre el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en México. Desde quienes aseguran que se trata de una segunda ola progresista pero niegan que haya habido un fin de ciclo, hasta quienes consideran que nada cambiará porque el patrón de la hacienda es el mismo aunque sean otros los capataces.

Además de poco diálogo, hay demasiada virulencia entre las diversas posiciones del campo anti-neoliberal.

El abogado y periodista John Ackerman, uno de los hombres de confianza del presidente electo, quien apoya públicamente al gobierno de Nicolás Maduro, dio una entrevista a la revista Plan V y aseguró que el gobierno de López Obrador no tendrá la misma inspiración que la “revolución ciudadana” ecuatoriana de Rafael Correa.

El objetivo de AMLO -dijo- es “una cuarta transformación de la República mexicana” cuyo eje girará en torno a “separar el poder económico del poder político”.

El presidente electo defiende las particularidades históricas de México, su historia de revoluciones y grandes reformas, pero sostiene que protegerá tanto la libertad de expresión como la libertad de empresa.

De hecho, desde su triunfo, el 1 de julio, mantuvo numerosas reuniones con los grandes empresarios del país.

Sin embargo, dio muestras de austeridad al asegurar que no va a vivir en la mansión presidencial de Los Pinos y que reducirá 50 por ciento su sueldo.

Los nombres que anunció hace ya cierto tiempo para su gabinete proceden en buena medida de la derecha rancia mexicana.

El caso más emblemático es el de Víctor Villalobos (operador político de los grandes consorcios agroindustriales y promotor de los transgénicos) como futuro titular de la Secretaría de Agricultura.

Alfonso Romo, que se declaró en su momento defensor de Augusto Pinochet, es el coordinador del Proyecto de Nación del nuevo presidente.

No son los únicos casos, por cierto, pero sí los más significativos.

Lo más grave, empero, es que en los diversos estados, la práctica electoral del partido del presidente electo, Morena, fue calcada de los partidos de la derecha, incluyendo la compra de votos.

En Chiapas, “la inmensa mayoría de los cargos de elección popular que conquistó Morena no quedaron en manos de sus militantes históricos” sino de los tradicionales caciques locales que se presentaron en sus listas o tejieron alianzas, afirma Ackerman.

Sostiene que en ese estado votaron por López Obrador “maestros democráticos, campesinos en lucha, indígenas, colonos y ciudadanos descontentos” pero que, en paralelo, “esos triunfos se obtuvieron recurriendo a las más rancias prácticas electorales”.

Y aporta datos de la compra de votos en la selva, por ejemplo, que no sólo era la compra del voto individual sino que algunos pueblos se organizaron y consiguieron que se compraran “los votos del poblado entero”.

A partir de estos hechos, quisiera hacer tres consideraciones.

Una victoria aplastante
Por primera vez no pudo haber fraude

La primera es el triunfo del pueblo mexicano, el único que puede celebrar porque consiguió una victoria tan abrumadora (53 por ciento de los votos) que no hubo la menor posibilidad de repetir los fraudes anteriores, contra Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y contra el propio AMLO en 2006.

La masividad de la votación y la reducción considerable de las abstenciones van en la dirección de neutralizar el fraude.

Una victoria aplastante

Es la primera vez que el poder se ve forzado a reconocer una derrota en las urnas.

En México esto no es algo menor, ya que el poder de la casta dominante siempre ha conseguido imponer su voluntad a las mayorías.

Por eso se justifican los festejos de los 30 millones que votaron por el cambio, porque no sólo ganaron sino que hicieron historia al doblarle el brazo a esa oligarquía que nació, no lo olvidemos, en el seno de la revolución mexicana de 1911.

El “modelo” progresista y sus límites
AMLO, el más a la derecha

La segunda consideración se relaciona con la mirada desde Sudamérica. Estamos saliendo de una década y media de progresismo sin que se hayan registrado cambios estructurales, pero sí se ha constatado una profundización del extractivismo, en particular de la minería a cielo abierto, de los monocultivos de soja y de la especulación inmobiliaria urbana.

Este modelo no sólo sigue excluyendo a los sectores populares de sus derechos, en particular del empleo digno, sino que ha fortalecido cultural y políticamente a las derechas y debilitado a los sectores populares.

En este momento que celebramos la posible aprobación de una ley de aborto en Argentina, impulsada por el movimiento feminista, debemos recordar que durante 12 años de gobiernos progresistas (Néstor Kirchner y Cristina Fernández) no hubo voluntad política para avanzar en esa dirección.

Y Argentina no es el único país gobernado por el progresismo donde se aprobaron, además, legislaciones autoritarias como las leyes antiterroristas.

Por eso, desde Sudamérica ha predominado la cautela ante los resultados de la elección mexicana.

En rigor, López Obrador está a la derecha de todos los gobiernos progresistas sudamericanos, incluyendo a los dos de Michelle Bachelet en Chile.

No se trata de minimizar lo que pueda hacer su gobierno, que seguramente mejorará la situación de los jubilados y de los sectores populares más pobres.

Se trata de que quienes en 2002, cuando Lula ganó las elecciones en Brasil, celebramos lo que consideramos un “viraje histórico” en toda la región, ahora seamos más realistas.

No bastarán los buenos modales
Cómo enfrentar al “complejo narco”

La tercera consideración se relaciona con la caja de Pandora que se abrirá a partir de diciembre, cuando asuma el nuevo gobierno.

No tengo la menor duda de que López Obrador tiene voluntad de mejorar la situación de los mexicanos, que desea poner coto a la corrupción y tomar distancias de la triste historia de los gobiernos que le precedieron.

Pero no podemos olvidar que el sistema ha mutado y que los que realmente tienen ahora el timón en sus manos son una mezcla de grandes empresarios transnacionales y de la alianza narco-estatal compuesta por las fuerzas armadas y el narcotráfico, que controlan buena parte del país.

Combatir esos poderes no se hace con buenos modales ni mediante la gestión correcta de las instituciones.

El “complejo narco”, o sea el narcotráfico en alianza con gestores estatales y militares, manda en gran parte del aparato estatal, designa a los jefes policiales y controla la justicia.

Sin enfrentar a su vecino del norte le será muy difícil al nuevo gobierno cambiar las cosas y al menos limitar el poder de ese “complejo” con el que no es posible siquiera entablar negociaciones.


En Montevideo,
Raúl Zibechi