“Para muchos suecos justicia social en casa y justicia internacional afuera
son parte de la misma lucha”, decía Olof Palme. Harald Edelstam -que
obedecía más a sus emociones que al frío cálculo- fue quien mejor
interpretó a Palme poniendo en juego su propia vida para salvar la de
otros, y siendo el hombre más libre, eligió poner en riesgo su libertad
defendiendo la de todo un pueblo.
(Rel-UITA)
“Hablar de defensores de derechos humanos es hablar, ante todo, de humanos: de personas muchas veces anónimas que, a través de acciones en espacios cotidianos, pequeños y próximos, piensan en el otro (…) y actúan para fomentar el respeto, para dignificarlas y defender lo que a ellos les pertenece”, dijo en la inauguración de la exposición el director ejecutivo del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos Francisco Estévez.
Caroline Edelstam, nieta de Harald Edelstam y presidenta de la Fundación Edelstam, recordó cómo su abuelo, “con ribetes de héroe”, “venció el miedo para ayudar a otros” en el Chile aterrorizado por la naciente dictadura del general Augusto Pinochet, en 1973, y “en su calidad de embajador, rescató y protegió a numerosos perseguidos políticos”.
“Es imprescindible este tipo de coraje para cuestionar leyes injustas y sistemas políticos represivos y salvar a personas de peligros inmediatos, discriminación y marginalidad”, destacó.
Edelstam fue un embajador atípico que no dudó en violar la neutralidad exigida en el cuerpo diplomático para jugarse en favor de los perseguidos por diferentes regímenes. Un hombre que no conoció fronteras y que detrás de un escritorio se sintió acorralado siempre.
Durante la Segunda Guerra Mundial salvó a cientos de judíos y resistentes perseguidos por los nazis cuando ocupó cargos en las representaciones de su país en Berlín y en Oslo.
Lo mismo hizo unos veinte años después, cuando ya como embajador sueco en Guatemala rescató a indígenas y opositores de toda América Central perseguidos por regímenes militares o escuadrones de la muerte.
Llegó a Santiago en 1972, en momentos en que el gobierno de la Unidad Popular estaba en el segundo año de su gestión y era víctima de un acoso creciente de parte de las fuerzas de la derecha criolla sostenidas por Estados Unidos, la CIA y poderosas empresas transnacionales.
Días antes del golpe del 11 de septiembre de 1973 Edelstam ya había comenzado a ayudar a refugiados latinoamericanos en Chile a abandonar el país, una labor en la que arriesgó su vida una vez que el gobierno del presidente socialista Salvador Allende fue derrocado.
No se sabe exactamente cuántos fueron, pero se calcula que no bajaron de 700 los chilenos y latinoamericanos (en particular uruguayos) que debieron su vida a los esfuerzos del diplomático sueco y a los trucos que pergeñó para burlar a los carceleros.
Por iniciativa de Edelstam, el local de la embajada sueca, y el de la representación cubana, donde hizo izar la bandera de su país, se convirtieron en los primeros meses posteriores al golpe en zonas protegidas donde los uniformados chilenos poco pudieron hacer.
En diciembre de 1973 fue él quien debió dejar Chile, tras ser declarado persona non grata por la dictadura. Fue una de las últimas personas en ver a Pablo Neruda con vida en la Clínica Santa María en Santiago.
Ya en Estocolmo encontró en los cientos y cientos de latinoamericanos allí refugiados y en las organizaciones nacionales de defensa de los derechos humanos el reconocimiento y el respaldo que no halló en la burocrática y flemática cancillería de su país.
Murió el 16 de abril de 1989.
Edelstam que supo vencer el miedo, también venció a la muerte.