El autoritarismo monárquico del presidente francés
Tras imponer la reforma de las pensiones en contra de su país, Emmanuel Macron se embarca en una huida hacia delante autoritaria para aplicar una política a favor del capital. A partir de ahora, su voluntad debe ser la voluntad del país. Le guste o no.
Romaric Godin
05 | 07 | 2023
Imagen: Allan McDonalds | Rel UITA
Poco a poco, hay que afrontar los hechos. La reforma de las pensiones no era sólo sobre las pensiones, ni mucho menos. Era un proyecto político mucho más amplio. El objetivo era mucho más imponer el poder de un hombre sobre toda la sociedad.
Al imponer su reforma, el presidente de la República pasó por encima de la oposición política, de la Asamblea Nacional, de una movilización social sin precedentes y de la impopularidad general del proyecto.
Emmanuel Macron ha demostrado que el régimen actual ya no tiene contrapesos reales y que ahora puede gobernar Francia a su antojo. Sin siquiera necesitar una mayoría parlamentaria.
Esta demostración tiene una doble función. En primer lugar, desalienta cualquier forma de resistencia a su poder en el futuro, ya que ha ganado la “madre de todas las batallas”.
En segundo lugar, le permite iniciar un proceso de “afianzamiento” en el poder luchando contra los que aún se resisten.
En este contexto hay que situar la actuación del ejecutivo y de sus partidarios durante el último mes.
Por un lado, tenemos, para edificación de las masas, la puesta en escena de un presidente omnipresente y omnipotente, resolviendo una tras otra todas las heridas que aún afligen al país.
Un día, Emmanuel Macron reindustrializa el país; al siguiente, resuelve el problema de la escasez de medicamentos; al tercero, salva el planeta a golpe de “crecimiento verde”. El mensaje es claro: todo lo que el Presidente quiera, lo puede hacer; y, por lo tanto, es inútil y perjudicial tratar de impedírselo.
Por otra parte, el control autoritario del país se hace cada día más fuerte. A la violenta represión de las manifestaciones contra la reforma de las pensiones le ha seguido una represión de los movimientos y protestas ecologistas, cuyo punto culminante se espera que sea el anuncio, el miércoles 21 de junio, de la disolución de los Soulèvements de la Terre.
Todo ello se ha escenificado para justificar la represión, como en los registros y detenciones de activistas el 20 de junio y el 5 de junio. Además, se presionó a la Liga de Derechos Humanos (LDH) y a otras asociaciones. Tanto es así que las Naciones Unidas expresaron su preocupación por el estado del derecho de reunión en Francia.
Al mismo tiempo, el gobierno francés insistió en el Consejo de la Unión Europea en limitar la protección de los periodistas en caso de “amenazas a la seguridad nacional” (ver la investigación de Investigate Europe sobre el tema), a pesar de que el Senado francés autorizó el disparo a distancia de cámaras y micrófonos de teléfonos móviles en determinadas investigaciones.
El lunes 19 de junio, la guinda del pastel fue una entrevista en Le Figaro a Richard Ferrand, un veterano del partido de Macron, que, en el último momento, abrió la puerta a modificar la Constitución para que el número de mandatos presidenciales sucesivos ya no pudiera limitarse a dos.
Con una justificación que deja boquiabierto: “todo esto empantana nuestra vida pública con reglas que limitan la libre elección de los ciudadanos”.
Afortunadamente, aún estamos lejos del sueño de Richard Ferrand. No parece probable que una reforma semejante encuentre una mayoría en el Congreso o en la opinión pública.
Pero esta opción, formulada tan claramente por primera vez, es un síntoma de la visión política que domina el Elíseo. A partir de ahora, el Presidente podrá imponer sus puntos de vista a una sociedad que deberá, voluntariamente o no, reconocer su superioridad, que no cesa de escenificar.
En la película de Marcel Carné Les Enfants du paradis, el famoso actor Frédérick Lemaître acepta actuar en una obra de teatro, pero “a condición de dejarse representar”. Emmanuel Macron acepta la democracia en los mismos términos: con sus propias condiciones.
La mención de un tercer mandato sitúa ahora claramente a Macron en el campo de los regímenes personales dispuestos a juguetear con las leyes electorales y las constituciones para conservar el poder.
Recep Tayyip Erdoğan ha modificado la Constitución turca para imponer un régimen presidencialista del que él sería el poseedor natural. Viktor Orbán, en Hungría, modificó la ley electoral para asegurarse enormes mayorías capaces de darle el poder de cambiar la Constitución.
Por no hablar, por supuesto, de Vladimir Putin que, tras burlar la Constitución rusa, acabó cambiándola para seguir siendo presidente.
Aquí tenemos muy claramente un cambio en la naturaleza del autoritarismo de Macron que, por otra parte, ha sido una característica dominante de esta corriente política desde la represión del movimiento de los “chalecos amarillos”.
Además, es también en este contexto en el que hay que entender los llamamientos a la “unidad nacional” en torno al presidente, uno de los elementos lingüísticos dominantes de la mayoría en las últimas semanas y, aquí, el tema principal de la entrevista de Richard Ferrand.
Puesto que nada se resiste al Presidente, puesto que se ha demostrado que es inútil intentar oponerse a su voluntad y puesto que, finalmente, todo tiende a demostrar que el Jefe del Estado es capaz de resolver todos los problemas, la única opción razonable es la sumisión.
Richard Ferrand no dice otra cosa cuando afirma: “Fuera de esta opción estratégica [alianza con la mayoría presidencial – nota del editor], es un suicidio democrático”.
Y añade: “No siempre podemos impedir la locura colectiva resultante de la pérdida del sentido común, pero entonces se desarrollaría en detrimento de los valores fundamentales.”
Esta última frase llama la atención a la luz de los hechos expuestos. ¿El presidente de la República, que aprieta cada vez más a este país como a una presa, negándose a escucharlo y prohibiendo los movimientos ecologistas, sería el baluarte contra una «locura colectiva» que amenaza los “valores fundamentales”?
Semejante retórica sólo tiene una función: considerar que no existe oposición democrática al presidente. El presidente se convierte entonces en la democracia en su totalidad. Se trata, evidentemente, de un ejemplo típico del autoritarismo francés.
Todos los regímenes represivos del siglo XIX se construyeron en torno a esta identidad entre “valores” y hombre.
En 1804, el sénatus-consulte del 28 de Floréal Año XII estableció el Imperio de la siguiente manera: “El gobierno de la República se confía a un emperador hereditario”.
Era natural: frente a la oposición tanto de la izquierda como de la derecha, Napoleón Bonaparte se había convertido en la República del “sentido común”.
Y la proclamación de la farsa imperial era la consecuencia lógica de esta identidad. Al igual que en la mente de Richard Ferrand, el límite de dos mandatos presidenciales debe suprimirse para lograr una verdadera democracia.
Esta misma lógica puede encontrarse en otros momentos clave de la historia francesa. En 1830, Luis Felipe era, queremos creerlo, la libertad contra los republicanos sanguinarios y los legitimistas reaccionarios.
En 1851, Luis-Napoleón Bonaparte desempeñó el mismo papel: se convirtió en la democracia frente a una asamblea que había restringido el derecho de voto y reprimido a los trabajadores.
Además, se apresuró a restablecer el sufragio universal masculino (bajo la supervisión de los prefectos). Finalmente, de 1871 a 1873, fue este mismo juego el que permitió a Adolphe Thiers asentar su poder.
Emmanuel Macron sigue estos pasos. Tanto más cuanto que estos regímenes no fueron impuestos únicamente por la “locura” o el “ansia de poder” de sus dirigentes.
En todos los casos, se trataba menos de imponer la voluntad de un hombre que la de una clase, la de los propietarios y gestores del capital. Y no es diferente en la Francia de hoy.
Por eso la reforma de las pensiones, que fue ante todo un golpe de fuerza contra el mundo del trabajo y la protección social para financiar la reducción de impuestos a las empresas y al capital, fue “la madre de todas las batallas”.
Evidentemente, este tipo de régimen hace todo lo posible para ocultar su carácter de clase, y la mejor manera de hacerlo es construir una “buena gente”.
Esta “buena gente” es razonable, no le gustan los “extremos”, se adhiere al consenso económico dominante; en resumen, está a favor del presidente. En esto, el pueblo se opone a la “chusma” y a los presos de la “locura colectiva”, que deben ser excluidos de la “unión nacional” encarnada por el jefe del Estado.
Es un clásico. Al día siguiente del golpe de Estado del 2 de diciembre, el futuro Napoleón III dijo esto, que resume toda la política del actual gobierno de la República:
“Es hora de que los buenos se tranquilicen y los malos tiemblen”.
En esta empresa de disimulo, también podemos recuperar algunas figuras del movimiento obrero, como Missak Manouchian, cuya panteonización fue anunciada el domingo 17 de junio por Emmanuel Macron. Un verdadero obrero, comunista, internacionalista, inmigrante y héroe de la Resistencia: he aquí la prueba de que el presidente no es un sectario.
Salvo que no podemos evitar pensar qué haría hoy el régimen actual con un Manouchian. ¿Se le juzgaría presa de esta “locura colectiva” que le llevaría a defender un régimen de pensiones que su sacrificio contribuyó a instaurar en la Liberación? ¿Se le encerraría en un centro de detención administrativa? ¿Enviado de vuelta a la frontera? ¿O tolerado a condición de responder a las necesidades del mercado laboral, lo que sería lo contrario de su compromiso de toda la vida? Para el poder, un buen revolucionario es ante todo un revolucionario muerto. Por eso podemos celebrarlo.
El deslizamiento autoritario del régimen no es nada nuevo. Desde la represión de los chalecos amarillos hasta la gestión de la crisis sanitaria, pasando por el increíble primer 49-3 para la reforma de las pensiones de 2020, el macronismo no ha dejado de estrechar el cerco sobre el país.
Pero los últimos acontecimientos son más que preocupantes, con varios diques que parecen haberse roto. El martes 20 de junio, la primera ministra Elisabeth Borne afirmaba que “una vez superadas las pensiones, se puede resistir a todo”.
Esta confianza oculta una realidad mucho menos agradable. Porque esta política favorable al capital, que es la base de este autoritarismo, sufre en realidad un fracaso tras otro en el contexto de un capitalismo que se agota y destruye cada vez más, frente a una población francesa que, a pesar de todo, lo rechaza más que nunca.
A partir de ahí, la única solución es una huida hacia delante autoritaria para “obligar” a la realidad a plegarse a los mitos del Presidente. Y tanto peor si el país está abocado a sufrir aún más por semejante locura.
Tomado de Sinpermiso.
Los intertítulos son de La Rel.