La detención de dos de los asesinos de la activista Marielle Franco fue recibida el mes pasado en Brasil como una gran noticia, quizás también porque se trató de una notable excepción.
Brasil es uno de los países más peligrosos para oponerse a los grandes terratenientes, a los narcos que dominan las favelas, a la policía.
Entre los asesinos de Franco había tres policías retirados integrantes de un escuadrón de la muerte.
A Marielle, edil del Partido Socialismo y Libertad, feminista, favelada, madre, negra y lesbiana, las milicias la habían condenado desde que, en la década pasada, hizo campaña sobre la connivencia entre las fuerzas armadas y los grupos paramilitares y mafiosos en la represión social en los morros cariocas, donde viven unos dos millones de personas.
La joven socióloga había demostrado la participación de militares y de milicianos en las muertes de numerosos militantes sociales de esas zonas y alertaba que la militarización de la seguridad interna de Río decretada por el presidente Michel Temer en febrero, lejos de terminar con esa connivencia la reforzaría.
Y así ha sido. Un informe de Fuego Cruzado da cuenta de un aumento del número de asesinatos en las favelas cometidos por policías e integrantes de milicias en los seis meses posteriores a la operación dirigida por el general Walter Souza Braga Netto, ex agregado militar en la embajada brasileña en Estados Unidos.
Según esa aplicación de la sección brasileña de Amnistía Internacional, desde febrero los tiroteos en el conjunto de Río han crecido 33 por ciento en relación a los cinco meses anteriores a la intervención militar, y 12 por ciento en las favelas que cuentan con Unidades Policiales Pacificadoras.
“Los militares están más preocupados en controlar a los jóvenes y criminalizarlos que en combatir a los narcos y a las milicias”, afirmó Marielle Franco el mismo 14 de marzo en que fue acribillada a balazos.
Hoy las bandas paramilitares controlan 700 de las favelas cariocas.
La ONG británica Global Witness contabilizó 207 homicidios de militantes de derechos humanos, ambientalistas, sindicalistas o dirigentes sociales en general en el mundo en 2017, el año más mortífero desde que lleva este conteo. El 60 por ciento se produjeron en América Latina.
Otra asociación, la irlandesa Front Line Defenders, relevó 312 asesinatos de dirigentes sociales en el planeta el año pasado, 68 por ciento de ellos (212) en América Latina.
Las diferencias de cifras en este caso pueden deberse en parte a que uno de los grupos (el inglés) se basa en datos referidos a 20 países y el otro, el irlandés, recopila informaciones sobre 27.
Pero es muy probable –seguro, se podría decir– que ambos se queden cortos, porque el subregistro en la materia es la norma: buena parte de los homicidios de dirigentes sociales aparecen a menudo catalogados como crímenes “comunes” por las autoridades locales.
¿No atribuyó acaso en diciembre pasado el ministro de Defensa de Colombia Luis Villegas a “líos de faldas” la epidemia de asesinatos de activistas que conoce su país?
Front Line Defenders coloca precisamente a Colombia a la cabeza de estas estadísticas, con 105 muertes, seguida de Brasil, con 51, mientras Global Witness invierte el ranquin (57 homicidios en Brasil, 24 en Colombia).
Y las cifras continúan difiriendo según quién las maneje y con qué criterio.
En Colombia, según un relevamiento de datos hecho por BBC Mundo, la versión española del medio londinense, el Defensor del Pueblo denunció 326 asesinatos de líderes sociales desde enero de 2016 y Naciones Unidas 261, mientras el Centro de Investigación y Educación Popular contó 138 en 2017 y el Indepaz 128 sólo en lo que va de este año.
El gobierno del ex presidente Juan Manuel Santos reconoció a su vez 178 homicidios de este tipo entre noviembre de 2016, cuando comenzó a implementarse el acuerdo de paz con las FARC, y junio de este año.
Sean cuales sean los datos precisos, no hay dos visiones respecto al fondo del asunto: se trata de una masacre, que además va in crescendo.
Y casi todos ratifican lo que Marielle Franco no se cansaba de repetir: en los asesinatos de dirigentes sociales es común la relación directa entre militares, escuadrones de la muerte, gobiernos y grandes corporaciones.
“Los gobiernos suelen ser cómplices de los ataques. Uno de los hechos más impactantes delineados en este informe es la cantidad de homicidios cometidos por las fuerzas de seguridad, a instancias de sus jefes políticos y en alianza con la industria”, se escribe en el documento de Global Witness.
En al menos 53 de los 207 asesinatos relevados por esa ONG, hubo participación de las fuerzas “oficiales” y en por lo menos otros 90 se encontraron pruebas de la intervención de escuadrones paramilitares.
Refiriéndose a Colombia, Front Line Defenders señala que en el 59 por ciento de los asesinatos intervinieron “sicarios” a sueldo de empresarios o paramilitares, con vinculaciones con estructuras estatales.
Global Witness identifica a la agroindustria como el sector en el que más asesinatos de dirigentes sociales se producen, y luego la minería y otras industrias extractivas.
Alrededor del 25 por ciento de los asesinados en 2017, consigna la asociación, luchaban contra proyectos agrícolas.
“Cuando bosques tropicales son arrasados para sembrar monocultivos, cuando se explota la tierra para la minería, cuando se acapara la tierra, se pone en riesgo el futuro de las comunidades cercanas”, dice la ONG.
Freddy Julián era un indígena nasa que luchaba junto a su comunidad para recuperar lo que reivindican como sus tierras ancestrales, en la región del Valle del Cauca, hoy en manos de grandes propietarios que practican el monocultivo de la caña de azúcar.
El 23 de agosto pasado fue asesinado de un balazo en la cabeza disparado por un policía del Esmad, el Escuadrón Móvil Antidisturbios, mientras defendía con palos y su propia fuerza una finca “liberada” por su comunidad.
Brasil, se decía, está ente los países más insanos para ser militante por la tierra o ambientalista, como Colombia lo es para ser dirigente sindical.
Los 57 asesinatos contados por Global Witness el año pasado en Brasil son ocho más que en 2016, siete más que en 2015 y 28 más que en 2014.
La mayor parte de las víctimas son trabajadores sin tierra y pequeños propietarios tomados como blanco por grandes hacendados o empresarios que contratan a grupos armados.
La Amazonia es la región más letal del país más letal del mundo para defensores de la tierra y de los bienes comunes: 45 de ellos fueron asesinados en esa área, que comprende la mayor parte de las tierras en disputa en Brasil.
Es también, la Amazonia, la zona donde más homicidios colectivos, más masacres, se han producido: la de Colniza, en abril, y la de Pau d’Arco, un mes después, las peores de las últimas dos décadas en Brasil, con nueve y diez víctimas respectivamente.
En ellas estuvieron involucrados policías, militares y milicianos. Como en el caso de Marielle Franco, esas dos matanzas constituyeron una rareza por el hecho de que algunos de sus culpables fueron identificados y hasta sancionados, aunque poquito, no se vaya a creer.
Por la masacre de Pau d’Arco marcharon por un tiempo a la cárcel 17 personas. Menos de un año, porque la Suprema Corte de Justicia decidió en junio último dejarlas en libertad mientras se tramita su juicio. Pero la norma es la impunidad.
Según la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), un organismo de la iglesia que opera como observatorio de la violencia en el campo, apenas 5 por ciento de los asesinatos ligados a conflictos por la tierra o la defensa del medio ambiente ocurridos en Brasil desde 1985 han sido juzgados.
“El clima de impunidad favorece la desfachatez con que se mata”, declaró a BBC Brasil Ruben Siqueira, integrante de la coordinación nacional de la CPT.
Siqueira dijo también que las instituciones estatales que podrían enfrentar las causas de este conflicto no lo hacen. Son varios los motivos porque no lo hacen, entre ellos porque desde la instalación del gobierno de Michel Temer han sido afectadas por recortes de todo tipo, desde fondos a funcionarios.
En carta abierta dirigida el año pasado al jefe de gabinete Eliseu Padilha, la Rel-UITA preguntaba: “¿Hasta cuándo los esbirros danzarán entre sus víctimas abatidas, sin que nada ni nadie frenen su frenesí homicida? “
Y enfatizaba: “La inacción del Estado genera un clima de creciente desazón en las comunidades víctimas de la violencia. La exasperante indiferencia del gobierno revela el grado de inmoralidad oficial, que alienta este fenómeno de tierra arrasada, de violencia sin fin, donde un mal arrastra a otro aún más terrible”.
Muchos de los activistas acribillados en Colombia son sindicalistas, sobre todo rurales, como los del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Industria Agropecuaria (SINTRAINAGRO), una organización que ha sufrido una verdadera sangría de dirigentes nacionales y locales en las últimas décadas.
También hay campesinos como Antonio María Vargas Madrid, tesorero de la Junta de Acción Comunal de San José de Uré, en el departamento de Córdoba, asesinado luego de haber firmado un acta de sustitución de cultivos de coca, o Yimer Cartagena Úsuga, vicepresidente de la Asociación Campesina del Alto Sinú, en Antioquia, cosido a puñaladas en enero.
Los asesinatos no han parado después de la firma del acuerdo de paz entre el gobierno de Santos y las FARC, el año pasado. El goteo continúa y por momentos se intensifica.
Temístocles Machado recibió tres balazos el 27 de enero pasado en el estacionamiento para autos que había montado junto a su padre en la localidad de Buenaventura, en una zona semiselvática del Valle del Cauca. Tenía 60 años y 11 once hijos.
“Era consciente de su próxima muerte. Él sabía que iba a morir”, contó a BBC Mundo María Elena Cortez, activista y socióloga de Buenaventura.
Hacía décadas que “Don Temis”, como lo llamaban, vivía bajo amenazas de matones contratados por terratenientes que reclamaban las tierras donde él, su familia y muchas otras familias vivían desde los años sesenta.
“La obra más ambiciosa de Machado fue la recopilación de decenas de miles de documentos que acumuló para sustentar que tanto él como sus vecinos eran propietarios de las tierras en las que se habían asentado hace más de medio siglo. Los acumuló durante 30 años, desde la época en la que su padre era el líder comunitario de Isla de la Paz”, relata la BBC.
“Los folios, ahora digitalizados y conservados por el Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia, también contienen las pruebas de las promesas incumplidas hechas por diferentes autoridades a los vecinos de Buenaventura y las denuncias por las expropiaciones de territorio sufridas en todos estos años”.
Pese a las amenazas y a la certeza que tenía de que sería asesinado, Temístocles no quiso irse de Buenaventura.
Sí se acabó yendo de San Pablo, en el departamento de Bolívar, la maestra Magda Deyanira Ballestas, que recibió amenazas del Clan del Golfo, una “banda criminal” que opera en esa zona del norte del país.
“Usted sabe que nosotros acá asesinamos a quien nos dé la gana”, le dijo por teléfono a la docente un hombre que se identificó como “Carlos Mario”.
Ballestas no era realmente una “dirigente social”. Ella misma reconoce que sólo había participado en actividades de “defensa de la comunidad”, pero ese mismo dato “da cuenta del nivel a que ha llegado la intimidación en este país y en esta región, que alcanza a cualquiera que ose levantar un poco la voz”, dijo uno de sus colegas.
El gobierno colombiano admitió que en Bolívar los “incidentes” que involucran a líderes sociales (desde homicidios a amenazas) llegaron a 160 en los dos últimos años.
No hay país en América Central continental, con la excepción de Costa Rica, en el que los activistas no sean blanco habitual de las balas y los ataques de fuerzas de seguridad, bandas paramilitares o de sicarios.
Honduras es, desde hace tiempo, “el sitio más peligroso para defender el planeta”, decía desde su título un informe especial de Global Witness dedicado al país centroamericano.
El documento, publicado en 2017, evitaba los vericuetos para señalar a los responsables: empresarios, militares, gobernantes nacionales y extranjeros (mirar, cuándo no, hacia Estados Unidos), instituciones multilaterales financiadoras de proyectos.
“La corrupción reinante en el país implica, además, que los activistas puedan ser asesinados con total impunidad”, remarcaba el texto, y recordaba que desde el golpe de Estado que destituyó al presidente Manuel Zelaya, en 2009, al menos 120 “activistas ambientales” resultaron muertos en Honduras.
En el lugar donde fue ejecutado un militante del Movimiento Unido Campesino del Aguán (MUCA), alguno de los asesinos dejó un cartelito bien directo: “el mejor ambientalista es el ambientalista muerto”.
José Ángel Flores, presidente del MUCA, lo probó en carne propia el 18 de octubre de 2016, cuando fue acribillado en el local de su movimiento en la ciudad de Colón.
Como Berta Cáceres, líder de la comunidad lenca, feminista, fundadora del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras, asesinada unos meses antes, Silvino Zapata, dirigente garífuna muerto en octubre de 2016, y tantos otros, Flores se movilizaba contra proyectos hidroeléctricos.
“En la defensa de la tierra y de los ríos nos va la vida a los pobres”, dijo Zapata unos días antes de que lo mataran.
El 27 de mayo de 2017 Carlos Maaz salía de una reunión de la Gremial de Pescadores Artesanales de El Estor, en las cercanías del lago Izábal, en Guatemala.
Iba a participar de un corte de ruta en protesta por la contaminación de las aguas del lago ─una de las pocas fuentes de alimentación de la zona─ por los vertidos de desechos tóxicos de tres grandes empresas (dos mineras y una aceitera).
La policía atacó con gases y balas a los manifestantes y mató a Maaz de un disparo en el pecho.
Sólo entre enero y octubre pasados, la Unidad de Defensoras y Defensores de Derechos Humanos en Guatemala relevó 328 ataques contra activistas sociales en el país, 52 asesinatos (en su gran mayoría de mujeres: 45) y 72 agresiones a militantes de organizaciones indígenas.
La Rel-UITA realizó este año misiones especiales por lares centroamericanos.
En Guatemala se reunió en agosto con el procurador de Derechos Humanos Jordán Rodas.
“Hay una clara criminalización de los luchadores sociales. Se da sobre todo en lo relativo a los proyectos extractivos. En los últimos meses han matado a diez dirigentes sociales y la violencia contra esta gente es constante”, dijo entonces Rodas.
“No sería raro que los autores intelectuales de todos estos crímenes sean los mismos, pero para saberlo se necesitaría que el Ministerio Público investigara a fondo”. Y no se hace.
“En toda América Latina opera un modelo que requiere represión, que requiere control social, que requiere disciplinamiento de los pobres y más aún de los rebeldes”, se dijo en un reciente encuentro de movimientos sociales realizado en Montevideo.
A ese modelo que para imponerse no duda en recurrir a la sangre y el fuego, se le deben todas estas muertes.