De Bolsonaro se saben muchas cosas: fue militar con el grado de capitán, es un nostálgico de la dictadura, partidario de la mano dura y defensor de la tortura, es un ferviente anti-comunista, está en contra del feminismo y de la comunidad de gays y lesbianas.
Fue elegido siete veces diputado y estuvo afiliado a nueve partidos políticos.
En 2014 fue reelecto como el diputado federal más votado en el estado de Río de Janeiro, con casi medio millón de votos, y hoy es considerado como el parlamentario más influyente en las redes sociales.
En su blog de campaña (http://www.bolsonaro.com.br) defiende un mayor rigor disciplinario en las escuelas, la reducción de la edad penal, el armamento de los ciudadanos para proteger sus propiedades y mayor seguridad jurídica para la actuación policial.
Fue condenado en tres casos por injurias: por decirle a la diputada del PT María do Rosario que no la violaría porque “no se lo merece”, y por insultar y despreciar a la comunidad negra y a los gays.
Una de sus intervenciones más deplorables consistió en dedicar su voto en el parlamento a favor de la destitución de la entonces presidenta Dilma Rousseff al coronel Carlos Brilhante Ustra, uno de los más destacados represores durante la dictadura militar de Brasil (1964-1985), que había torturado también a Dilma.
Según las últimas encuestas, la expectativa de voto de Bolsonaro sigue creciendo pese al atentado que lo mantiene en un hospital y fuera de la campaña, superando el 30 por ciento en algunas mediciones, con la certeza de que disputará la segunda vuelta.
Bolsonaro se ha rodeado de personas similares. El general de la reserva Hamilton Mourão, su candidato a vice, levantó polvareda semanas atrás al declarar que “la herencia de la indolencia viene de la cultura indígena, mientras la herencia del malandraje es oriunda del africano” (O Globo, 7 de agosto de 2018).
Lo que se sabe menos es que Bolsonaro cuenta con un sólido respaldo entre el empresariado.
En julio pasado, en un evento de la Confederación Nacional de la Industria (CNI), fue aplaudido fervorosamente cuando atacó las cuotas para negros en las universidades, la legislación de protección ambiental y la defensa de los territorios indígenas.
Reconoció que no sabe de economía: “Nada saldrá de nuestra cabeza. Los señores que están en la cúspide de las empresas serán nuestros patrones” (Estadao, 4 de julio de 2018).
Un grupo de empresarios cercanos a Bolsonaro trabaja para convencer a sus pares.
En su edición del 2 de setiembre, el diario español El País menciona desayunos de trabajo con 62 empresarios fieles al candidato, entre los que destacan Meyer Nigri (Tecnisa), Bráulio Bacchi (Artefacto), Sebastião Bomfim Filho (Centauro) y Luiz Antonio Nabhan García (Unión Democrática Ruralista).
Las razones de este respaldo oscilan entre la ideología y el clasismo con tonos racistas.
Luciano Hang, de la red de tiendas Havan, con 12 mil empleados, considera que “si no tomamos partido Brasil se convertirá en una Venezuela y tendremos que emigrar”.
Meyer Nigri, fundador de la constructora Tecnisa, que figura entre las diez mayores del país, apoya a Bolsonaro por motivos más pragmáticos.
“Apoyo a quien sea contra la izquierda” porque “Brasil se convirtió en un país socialista, imposible para los empresarios. Las leyes laborales, las cabezas de los procuradores y de los jueces son socialistas” (Piauí, 19 de febrero de 2018).
Nigri se ha empeñado en convencer a la comunidad judía y asegura que el 90 por ciento de esa colectividad apoya al ex capitán, aunque la Asociación Hebraica de São Paulo vetó a Bolsonaro por sus actitudes racistas y “neonazis”.
Llegados a este punto hay que preguntarse por qué un candidato con ideas de este tipo puede ganar la presidencia.
Cinco razones lo explican: la herencia de la dictadura militar en un país donde no existió el “Nunca Más”; la herencia colonial y el racismo; la crisis del sistema político y la corrupción extendida de la que participó también el PT; la larga crisis económica que comenzó en 2013 y, por último, el fracaso de la izquierda.
Por el lado del empresariado, los motivos de este apoyo residen, en primer lugar, en el rechazo a la legislación laboral, al aumento del salario mínimo por encima de la inflación durante el período lulista, a los sindicatos y a los derechos de los trabajadores.
En un país no democrático como Brasil, los empresarios están acostumbrados a disponer de sus trabajadores y trabajadoras como si fuesen ganado, una sensación que se ha avivado con la crisis económica.
En segundo lugar, la reactivación del conflicto social desde 2013 llevó al empresariado a refugiarse en un candidato más a la derecha, abandonando al que sería su candidato “natural”, el socialdemócrata Geraldo Alckmin, que no despega en las encuestas y se mantiene en torno al 10 por ciento.
Ante la crisis, los ricos desean el retorno a un orden decimonónico, donde cada sexo esté en su lugar, donde los pobres (y por lo tanto negros, favelados y jóvenes) no se atrevan a salir de sus guetos y, menos aún, a acudir a las mismas playas que ellos y pisar “sus” aeropuertos y otros espacios que creen que les están reservados.
En 2013 se produjo en el país un aumento impresionante de las huelgas: 2.050, un récord en 30 años, protagonizadas por las camadas más bajas (las menos calificadas y peor pagadas) del proletariado, pertenecientes por ejemplo a la industria frigorífica (800 mil obreros) y al sector de la limpieza urbana.
A esto debe sumarse un nuevo protagonismo de los jóvenes en las favelas, una generación del estilo de Marielle Franco, la edila asesinada en marzo pasado en Río de Janeiro.
Los empresarios sueñan con el imposible retorno a una sociedad jerárquica, obediente y sumisa, que les devuelva el “respeto” que creyeron que les tenían los de abajo.
Se trataba de una suerte de hegemonía esculpida por un respeto temeroso pero ahora saben que no tienen otro camino que imponer su dominación, a fuego y bala.
Hasta que los de abajo les pierdan el miedo y se rebelen.