Se trata del clorpirifós, que desde agosto pasado ya no se puede comercializar en Estados Unidos y desde un año antes en la Unión Europea y hasta en Argentina.
En Estados Unidos se lo prohibió tras nuevos estudios que lo asocian a potenciales efectos neurológicos negativos en el feto.
En Brasil, en cambio, seguirá tan campante, de acuerdo a una investigación de la Agencia Pública publicada el martes 19.
El clorpirifós está entre los cinco insecticidas más utilizados en el país, de acuerdo a datos de 2019 del Instituto Brasileño de Medio Ambiente (Ibama).
Se han encontrado cantidades irregulares del producto en el agua embotellada vendida en los comercios e incluso en el agua supuestamente potable que llega a los hogares de centenares de municipios, así como en casi 200 muestras de alimentos para los cuales su uso nunca fue autorizado, como naranjas, tomates, pimientos.
Ya en 2012, un trabajo de la Universidad de Columbia, en Nueva York, que analizó a un grupo de 40 niños de hasta 11 años que fueron expuestos a ese insecticida durante la gravidez de sus madres, encontró que cuanto mayor fue la exposición menor era el tamaño de su corteza cerebral.
“El estudio identificó que cuando esos niños llegaron a los tres años comenzaron a presentar una serie de deficiencias motoras y cognitivas como el déficit de atención e hiperactividad. Y al llegar a los siete años de edad se constató la disminución de su cociente intelectual”, señala la nota.
Una investigadora del instituto Fiocruz de Brasil, Karen Friedrich, dijo que la toxicidad especifica de este insecticida está bajo sospecha hace décadas.
Es un orgafosforado, y “los efectos de los organofosforados sobre el sistema nervioso son bastante conocidos. Algunos aparecen a corto plazo y otros a más larga duración, como se ha constatado en trabajadores rurales”, indicó Friedrich.
“También disponemos de trabajos sobre los daños del clorpirifós al sistema hormonal, y sobre problemas de desarrollo en niños que fueron expuestos a esa sustancia cuando aún estaban en el útero o en el comienzo de su vida”.
Por sus graves consecuencias sobre la salud humana y sobre el medio ambiente (se sabe también que se trata de una sustancia que tarda décadas en degradarse) la Red de Acción contra los Agrotóxicos incluyó a su vez al clorpirifós en su lista de “productos altamente peligrosos”.
Pero en Brasil, la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria (Anvisa), el único organismo estatal que podría eventualmente prohibir esta sustancia, considera que “no hay evidencia técnica” de su nocividad.
Un ex gerente general de la agencia, Luiz Claudio Meirelle, dijo a la publicación que en 2008 la Anvisa tuvo al clorpirifós en su lista de productos a reevaluar porque ya entonces se hablaba de lo que hoy instituciones públicas de otros países consideran probado.
El organismo brasileño no hizo los estudios del caso.
Si los hubiera hecho seguramente hubiera tardado por lo menos una década en concluirlos, apunta Agencia Pública. (En aquel mismo 2008, la Anvisa decidió evaluar el glifosato. Se tomó hasta bien entrado 2020, 12 años). Pero ahora es peor: descarta hacerlo. Valiéndose –vaya casualidad– de los mismos argumentos que las transnacionales del sector.
En febrero de 2020, Corteva Agriscience, nombre actual de Dow Chemical, la compañía que registró inicialmente el clorpirifós en 1965, decidió sacar del mercado estadounidense a los insecticidas fabricados a partir de esa sustancia.
Adujo razones comerciales, no sanitarias. Seis meses después el clorpirifós fue prohibido en Estados Unidos. Corteva sigue insistiendo sobre la inocuidad del insecticida. La Anvisa también.