En un principio el término “lawfare” fue concebido como guerra jurídica utilizada para subordinar a través de un determinado uso de la ley a personas, grupos étnicos o naciones que, ostentando derechos naturales, debieron resignarlos ante el poder de una legislación de cuya confección no habían participado.
Así, las conquistas europeas sobre los pueblos indígenas de África se realizaron mediante la utilización de herramientas coercitivas disimuladas bajo prerrogativas de apariencia legal.
Con el correr de los años la humanidad asistió impávida a la perfección de esta técnica con una novedad: las acciones judiciales comenzaron a combinarse con acciones mediáticas.
El poder encontraba así el órgano de propaganda que le proporcionaría al lawfare la herramienta ideal para lograr una enorme presión pública sobre organizaciones, personas y expresiones políticas consideradas enemigas de este poder dominante.
El empleo de estos procedimientos con presuntos visos de legalidad cuenta hoy con el invalorable concurso de la política, o por lo menos, con determinadas expresiones del campo de las ideas.
Vale la pena aclarar sin embargo que estas expresiones políticas hace rato que están subordinadas al poder económico o en muchos casos, directamente forman parte de él.
A decir verdad, todos juegan en el mismo equipo, ya que suelen defender intereses comunes: hombres de negocios devenidos en políticos que protegen intereses económicos propios y los de su clase, corporaciones financieras poseedoras de medios masivos de comunicación y, por último, determinados componentes del poder judicial.
De esta manera se ha perfeccionado la estrategia de difamación y el descrédito hacia aquellas personas, entidades y oponentes a los que se quiere desacreditar.
Para que la demonización se materialice es requisito básico su masividad, algo que solo se logra a través de la condena mediática. Sin masividad, el descrédito queda reducido a un simple comentario de escasa difusión territorial, inofensivo.
La masividad logra transformar el relato en verdad y esto solo puede lograrse a través de la manipulación de la opinión pública, algo que se consigue con el control de mecanismos masivos de comunicación.
Si bien la existencia del lawfare se ha manifestado con una virulencia poco habitual en los últimos años, lo cierto es que en Argentina esta guerra sucia no es nueva.
Pedro Peretti, chacarero, ex director de la Federación Agraria Argentina (FAA) y miembro fundador del Manifiesto Argentino, y Rafael Bielsa, ex canciller y actual embajador argentino en Chile, presentaron el año pasado en la Universidad de Buenos Aires (UBA), Lawfare. Guerra judicial mediática.
Se trata de un libro fundamental para entender cómo una parte importante de los medios de comunicación, parte del poder judicial y una pata del poder político construyen relatos que la sociedad incorpora como hechos verídicos.
Peretti-Bielsa se remontan al Grito de Alcorta de 1912, rebelión agraria de pequeños arrendatarios rurales que eran permanentemente expoliados por los poderosos terratenientes de la época, dueños de extensos territorios.
Hoy nadie discute la legitimidad de los motivos que generaron la revuelta, y sin embargo es necesario recordar que el poder económico de entonces ahogó el Grito de Alcorta, desacreditando a sus líderes, difamándolos, calumniándolos, demonizándolos.
Esta revuelta chacarera, esa huelga que perseguía legítimas reivindicaciones, se constituyó en el movimiento fundacional de lo que hoy es la FAA, entidad gremial que representa a los pequeños productores.
Como la satisfacción que provoca la conquista de derechos es inversamente proporcional al odio de quienes pierden sus privilegios, el poder económico no solo ahogó el Grito de Alcorta demonizando a sus líderes, sino que asesinó a sus principales dirigentes como Francisco Mena y Eduardo Barros, y también al abanderado de aquel movimiento, el santafesino Francisco Netri, en 1916.
No hay actividad en el mundo que no esté atravesada transversalmente por el poder económico concentrado y el derecho laboral no es la excepción.
En los últimos años asistimos en Argentina, como nunca antes, a un descrédito de dos institutos que tienen entre sus responsabilidades garantizar el efectivo cumplimiento de las leyes laborales por una parte y la defensa de esos intereses por la otra. Estoy hablando de los abogados laboralistas y de los dirigentes sindicales.
A los primeros se los vino caracterizando como mafiosos y a los segundos como corruptos.
Estas dos denominaciones, propaladas insistentemente desde la cúpula misma del gobierno argentino que sentó sus bases a partir de diciembre de 2015, con réplicas constantes en los medios de comunicación masivos, generaron un relato que fue incorporado como verdad por una gran parte de la población, la que consume información- formación de esos medios.
Esto, que se repetía como un latiguillo desde el gobierno y replicaban una y otra vez los medios hegemónicos, podría o puede ser cierto o no.
Hagamos un ejercicio al respecto que nos permita, a través de la teoría del absurdo, llegar a la verdad.
Analicemos objetiva y asépticamente si es verdad que los abogados laboralistas son mafiosos y los sindicalistas corruptos (se entiende que la expresión que se vertía de manera generalizada, claramente pretendía abarcarlos a todos).
Imaginemos ahora que alguien diga: “los habitantes del barrio Centro de Sunchales”, o “los de Recoleta de Buenos Aires” o “los de Pocitos de Montevideo”, o “los de la Gran Vía de Madrid”, son todos mafiosos o corruptos.
El común de la gente, si no tiene su capacidad intelectual alterada y sin influencias exógenas diría: “no es verdad lo que dice, está mintiendo, todos sabemos que en cada barrio, de la ciudad del mundo que fuere, existen personas buenas, malas, honestas, corruptas, egoístas, solidarias”.
En cada estamento, organización, estructura social o partido político existen todo tipo de personas, esto es incontrastable.
Si esto es así, entonces cabría la pregunta: ¿por qué se manifiesta algo que no es cierto? ¿Por qué se falta a la verdad?
Y cabría la repregunta: si no es verdad lo que se dice, ¿cuál es el objetivo que se persigue? ¿Hay un objetivo?
Por supuesto que existe un objetivo.
Esto es fácilmente comprobable superponiendo el ejemplo que acabamos de analizar con otro ejemplo, el siguiente.
Ricardo Barreda es un odontólogo femicida que asesinó a su esposa, a sus dos hijas y a su suegra.
Los medios de comunicación hablaron del femicida Barreda, no dijeron que los odontólogos son femicidas.
Esto es así por cuanto en este caso ni el poder económico, ni el político, ni el mediático tenían ningún interés en hacer aparecer a la corporación de los odontólogos asociados a un femicidio; Barreda era el femicida, no la corpo de odontólogos.
En cambio, si encuentran a alguien ligado a un sindicato que comete un delito, inmediatamente se habla de la corrupción de los sindicalistas, ergo, de los sindicatos, vaya casualidad, las organizaciones que defienden los intereses de los trabajadores frente al resto de los poderes concentrados.
Es más, a veces ni siquiera hace falta que cometan delito alguno. Basta con una acusación y la mediatización de esa acusación para que una parte de la sociedad -la que piensa con cabeza ajena- se expida al respecto sentenciando equivocadamente.
Luego el susodicho sindicalista podrá demostrar ante la justicia que no cometió delito alguno, pero esta noticia no aparecerá en ninguno de los medios que motorizaron la condena mediática.
En buen romance, a esto se le llama lawfare.
En definitiva, el lawfare busca desacreditar y demonizar a los abogados laboralistas y a los activistas sindicales para debilitar a las organizaciones gremiales, para así someter a los trabajadores.
El poder económico concentrado y los gobiernos que le son afines tienen muy claro que los sindicatos son el eslabón a vencer para debilitar la defensa de los derechos laborales.
No pareciera en cambio que la totalidad de los trabajadores, de la actividad y naturaleza que fuere lo tenga tan claro. Éstos, los trabajadores, muchas veces se creen sentados a una mesa a la que nunca serán invitados, salvo cuando el poder necesite usarlos.
¿Por qué se demoniza a la corporación sindical y no a otras? Simple: porque la corporación sindical es una entidad con poder que discute la distribución de la riqueza.
Esto, que los trabajadores debieran conocer, valorar y defender, ha sido obturado por el relato mediático que a través del lawfare anestesió parte del razonamiento de hombres y mujeres del mundo del trabajo haciéndoles creer que pertenecen a una clase social a la que nunca arribarán.
Que los trabajadores desnaturalicen su razón de ser y renieguen de su condición, adoptando pautas ideológicas de un sector concentrado y dominante que sutilmente se opone a su desarrollo, cuanto menos constituye una aberración y en ocasiones, una tragedia.
Lawfare mediante, a los abogados laboralistas, a los sindicatos y a sus dirigentes, la propaganda del poder financiero siempre tratará de hacerlos aparecer como los causantes de todos los males y los responsabilizará de cuanta tragedia ocurra en el país.
Incluso quienes se quedan con más del 95 por ciento de la riqueza dirán, sin ruborizarse y subvirtiendo la tabla de valores, que los sindicalistas, los sindicatos y los abogados laboralistas tienen la culpa de la pobreza del país.
Hay pobreza en Argentina porque entre otras cosas, nos endeudaron, a varias generaciones, irresponsablemente.
Porque en una oficina, entre gallos y medianoche estatizaron una deuda que era privada, contraída por los principales grupos empresarios del país, para que termine pagándola todo el pueblo: docentes, jubilados, productores, profesionales, investigadores, maestras, trabajadores y trabajadoras en general.
¿De cuánto fue la transferencia de esa deuda contraída por los grupos económicos privados que tuvo y tiene que pagar el pueblo? De más de 6 mil millones de dólares. Unos 600 bolsos del delincuente López.
Hay pobreza en Argentina porque entre otras cosas, a partir de Rivadavia, muchos de nuestros gobiernos han sabido ser mansos rebaños de turno, a las órdenes de pastores que moran en países lejanos respondiendo a la entelequia del Dios Mercado.
En Sunchales, Héctor “Etín” Ponce, Secretario general de Atilra