Una cuarta parte de la población con hambre en un país
que produce alimentos para 400 millones de personas
A Argentina le pasa lo que a buen número de países en el sistema capitalista: produce alimentos para muchas más personas que las que pueblan su territorio, pero una parte de sus habitantes no tiene para comer.
Daniel Gatti
19 | 7 | 2024
Foto: Gerardo Iglesias
Lo que la diferencia son los números: los de la producción de alimentos —por mucho tiempo se la consideró el granero del mundo— y los de la proporción, enorme de gente que allí pasa hambre.
Los últimos en lanzar la señal de alarma fueron los médicos pediatras: “el drama de los niños con hambre se está profundizando”, aseguraron el 9 de julio en un comunicado unos 400 especialistas de la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP).
Y pusieron directamente el dedo en la llaga: el gobierno de Javier Milei, con sus políticas, está generando las condiciones para la agravación del problema, dijeron, y está, además, “impidiendo el acceso de miles de niñas, niños y adolescentes a una alimentación básica imprescindible para su normal crecimiento y desarrollo”.
“Se está atentando contra la vida presente y futura de los niños”, señala el comunicado, que denuncia la voluntad expresa del Ministerio de Capital Humano, un engendro en forma, nombre y contenido de este gobierno, de no distribuir lo necesario entre la gente más necesitada.
Este mes unas 5.000 toneladas de alimentos acabaron siendo entregadas in extremis a comedores populares luego de haber permanecido almacenadas hasta prácticamente su fecha de vencimiento en galpones de ese ministerio, que se negaba a repartirlas entre organizaciones sociales.
Leche en polvo que se hallaba en esos depósitos “apareció” repentinamente en el mercado, vendida a través de plataformas de e-commerce.
Faltan productos en las ollas populares porque “se planifica no darlos, es un objetivo no darlos” y también porque “los precios se dispararon” y en los barrios “no se los puede comprar”, dijo a la radio AM 750 Norma Piazza, una de las médicas firmantes del documento de la SAP.
Piazza piensa que la situación actual es si se quiere peor que la que se presentaba en 2001, el año de la “gran crisis” que hundió a millones de argentinos en la miseria y condujo a un éxodo masivo.
Hace 23 años “había una contención. Se estructuraba una red social, se abrían las ollas populares, aparecían los alimentos y se cocinaba en comunidad. Advertíamos que los niños no estaban bien alimentados, pero no sufrían una carencia dramática”, dijo.
“Ahora hay una red de comedores muy importante en el país”, algo menos de 50.000, una enormidad, “pero el alimento no llega”.
En 2002, la pobreza y la indigencia tocaron máximos históricos, de 74,6 y 31,4 por ciento respectivamente.
Tras una fuerte caída en la década kirchnerista, las cifras luego remontaron y volvieron a dispararse con la pandemia de Covid-19, hasta 42 por ciento de pobreza y 10,5 por ciento de indigencia a fines de 2020.
La “era Milei” (recién comenzada, en realidad) las hizo trepar hasta 55,5 y 17,5 por ciento, según datos del tercer trimestre de este año del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA), dependiente de la Universidad Católica.
Unos 25 millones de argentinos viven hoy bajo la línea de pobreza y, de ellos, ocho millones bajo el umbral de la indigencia.
En total, una cuarta parte de los 45 millones de habitantes del país “están en riesgo real de pasar hambre”, comentó Juan Ignacio Bonfiglio, investigador del ODSA.
El Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) informó a su vez que, en Argentina, por falta de dinero de sus familias, unos 10 millones de niños y niñas comen menos carne y lácteos en comparación con el año en un país que los produce en grandes cantidades.
Los ingresos de casi la mitad de los hogares en los que viven niñas y niños no alcanzan tampoco para cubrir las necesidades elementales en salud y educación.
Bajo el gobierno de Milei, como muchos otros, el presupuesto estatal dirigido a infancia y adolescencia fue severamente recortado, en más de una cuarta parte respecto al que tenía hasta diciembre pasado.
El economista Agustín Salvia, director del ODSA, dijo a fines de junio al diario Ámbito Financiero que “para que baje la pobreza, debería ceder la inflación y generarse nuevos puestos de trabajo con salarios que crezcan por encima del IPC, al igual que los programas sociales”.
No es lo que está sucediendo. El poder adquisitivo de los salarios se desplomó y los puestos de trabajo que se crean son en su mayoría de mala calidad y alta precariedad. Y lo serán más aún en los próximos meses, tras la aprobación de una reforma laboral que desprotege a trabajadores y trabajadoras como nunca antes.
En los últimos meses las iniciativas desde el abajo de la sociedad (sindicatos, asociaciones del más diverso tipo) se han multiplicado para tratar de paliar la situación. En abril, la Unión de Trabajadores de la Tierra llegó a organizar en pleno centro de Buenos Aires un “verdurazo” para repartir frutas y verduras entre gente necesitada.
Todo ante la indiferencia y el boicot activo del gobierno, que “trata a las organizaciones sociales, incluidas las ollas populares, como criminales”, según han denunciado, entre otros, militantes de la organización social La Poderosa, que trabaja en villas y asentamientos de todo el país.
En Argentina, un país que produce alimentos para alrededor de 400 millones de personas, casi diez veces su población, las “crisis del hambre” no son precisamente nuevas, pero tienden a ser más recurrentes y más agudas, subraya la socióloga María Victoria Sordini.
Autora del estudio La política del hambre: una emergencia permanente en Argentina, Sordini le dijo a la versión en español de la alemana Deutsche Welle que desde los años 1980, como efecto de la aplicación de políticas neoliberales, “amplios sectores sociales han necesitado complementar la alimentación del hogar con alguna prestación del Estado”.
Ninguna de esas políticas (planes alimentarios, transferencias monetarias) han sin embargo encarado el problema de frente, promoviendo, por ejemplo, un cambio en el modelo productivo y de la distribución de la riqueza.
Eso sí: el actual gobierno, que se propone destruir el Estado desde dentro, según proclamó el propio presidente, ha llegado a picos especialmente altos en el despropósito.
Desde que asumió, en diciembre de 2023, el “primer presidente libertario de la historia”, el nivel de desigualdad en la sociedad argentina no ha parado de crecer.
Según informó el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC), en el primer semestre de este año el coeficiente de Gini, que mide la desigualdad en la distribución de la riqueza, fue de 0,467, lo que supuso un “importante” crecimiento respecto al mismo lapso de 2023, cuando alcanzó 0,446.
Se trata del peor valor desde 2008, incluso más alto que durante al período más oscuro de la pandemia de Covid-19, en el segundo trimestre de 2020, época en que el famoso índice llegó a 0,451.
“Lo injustificable” —el hambre que padece su gente— “tiene una explicación estilo Perogrullo: Argentina —como la gran mayoría— no produce alimentos para alimentar a su población sino para enriquecer a sus productores”, consignó en una columna publicada en el diario español El País el escritor y periodista Martín Caparrós.
“Esos argentinos producen —básicamente— soja para los chanchos chinos o carne para las barbacoas elegantes; y lo que queda se vende, por supuesto, a precios de Pekín o de París” en el mercado interno, señala Caparrós, autor años atrás de una vastísima investigación sobre cómo se genera y se reproduce el hambre en el planeta.
Milei, mientras tanto, continúa pasando su motosierra por el Estado, liquidando todos los mecanismos que podrían atenuar en algo la situación y confiando en que las “fuerzas del cielo”, el Dios Mercado, distribuirán premios y castigos entre ricos y pobres según “lo que debe ser”, partiendo de la base, como no se cansa de repetir, que “la justicia social es una aberración”.