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Los agrotóxicos y la desaparición de las abejas

Como una bomba atómica

Las abejas –a esta altura ya debería ser conocido por todos– no sólo producen miel: cumplen una función fundamental en la producción de alimentos. Sin embargo, están desapareciendo como consecuencia de fenómenos evitables asociados a actividades humanas.
Foto: Gerardo Iglesias

El empleo masivo de agrotóxicos y el avance de los monocultivos –lo destacan múltiples investigaciones científicas– están entre las principales causas de la mortandad de estos casi siempre infravalorados y temidos animalitos.

Como sin abejas no hay polinización posible, si ellas ya no estuvieran casi 80 por ciento de las especies vegetales del planeta simplemente dejarían de existir, dejando a los humanos sin sus mayores fuentes de alimentos.

En América Latina el proceso de “desabejización” está alcanzando niveles alarmantes, más aún en la medida que el continente, como lo denunció la sección alemana de Greenpeace en un informe difundido el 5 de junio, Día Mundial del Medio Ambiente, está siendo utilizado como “depósito de agrotóxicos” por empresas europeas que no pueden emplearlos en la UE porque lisa y llanamente allí están prohibidos.

Brasil es un gigantesco colador en ese sentido, por donde se filtran productos que en su mayoría están clasificados como altamente peligrosos en regiones del mundo donde las normas son más estrictas y los controles mayores, como la Unión Europea.

Más de la mitad de los agrotóxicos vendidos en Brasil entran en esa categoría, al contener principios activos como el fipronil, el clorpirifós o el imidacloprid, prohibidos en Europa.

Allá no, aquí sí…

El fipronil, que en la UE se dejó de usar en 2013, fue el causante de la mortandad masiva de abejas constatada en el estado brasileño de Rio Grande do Sul en 2018, lo mismo que en amplias zonas de Uruguay, otro gran productor de miel que por su alta calidad se vendía a países europeos que han dejado de comprarla, como la propia Alemania.

Paradoja: el fipronil está presente en productos que transnacionales alemanes como Basf o Bayer comercializan en América Latina, pero no en su país ni en su continente.

“¿Por qué un niño europeo no debería entrar en contacto con el clorpirifós, que tiene impacto en la disminución de su cociente intelectual, y un niño brasileño sí puede?”, se pregunta como muchos Marina Lacorte, de Greenpeace Brasil.

Venid a mí

Brasil ha abierto sus puertas a la importación de esos venenos. No es de ahora, precisamente, pero en los últimos años lo hace sin disimulo alguno: las (escasas) barreras existentes las ha ido levantando una tras una.

En sólo seis meses, recuerda Greenpeace, el gobierno de Jair Bolsonaro aprobó la comercialización de 150 nuevos agrotóxicos, buena parte de ellos considerados altamente peligrosos para ambiente y seres humanos, y en los 18 meses que lleva de gestión superó los 620.

Un reportaje de la BBC de Londres publicado el 31 de mayo recoge testimonios de apicultores brasileños que se han rendido ante el avance de los monocultivos –la soja en especial–, asociados a paquetes de agrotóxicos que han ido matando a sus abejas.

Cita por ejemplo el caso de Joao Batista Ferreira, apodado “Joao de la Miel”, que hace 20 años tenía más de mil colmenas protegidas en cajas de madera que él mismo confeccionaba. Cada caja producía entre 5 y 6 kilos de un producto que sus clientes le arrancaban de las manos.

Pero las 16 hectáreas que este productor ecológico dedicaba a la apicultura en la localidad de Belterra, al oeste del estado de Pará, se fueron convirtiendo en los últimos años en “cementerios de abejas”, según él mismo denunció.

El agronegocio llegó como una bomba atómica a Belterra y su impacto fue violento”, afirmó Ferreira. “Pulverizados en las plantaciones de soja, los agrotóxicos se dispersan por el viento y la lluvia y alcanzan rápidamente las ciudades”.

No existe agrotóxico completamente seguro, simplemente no existe”, dice Marina Lacorte a la publicación Brasil de Fato.

El año pasado “Joao de la Miel” abandonó la apicultura. Su “isla de diversidad”, señala la BBC, no resistió “los efectos del modelo de monocultivos regados con agrotóxicos a gran escala”.

Belterra abarca el 47 por ciento de las 527.300 hectáreas que ocupa la Floresta Nacional de Tapajós, “una unidad de conservación federal de importancia socioambiental y económica” para la Región Metropolitana de Santarem, apunta el biólogo Ruy Bessa, profesor en la Universidad Federal del Oeste de Pará.

Y la Floresta está en el corazón del área de producción de soja. Es decir, en la boca del lobo.