Vivían en la localidad de Sao Félix do Xingú, en Pará, uno de los estados donde los conflictos por la tierra son más violentos, producto de ataques constantes de esbirros de latifundistas locales y de empresas transnacionales y de las propias fuerzas de seguridad.
Pará ha sido escenario de varias masacres, entre ellas la emblemática de El Dorado de Carajás, en 1996, cuando más de 150 militares atacaron a trabajadores rurales sin tierra, matando a una veintena, o de la Hacienda Santa Lucía, en 2017, en la que la policía asesinó a diez campesinos.
La Comisión Pastoral de la Tierra, un organismo del episcopado católico que defiende a los trabajadores rurales, ubica a Pará entre los estados en los que la única ley vigente es la que imponen los poderosos y quienes los protegen, es decir policías y militares.
Ni hablar de castigo a los culpables de esas masacres y de otros ataques, sean uniformados identificados o civiles “desconocidos”. Apenas se investigan, casi nunca o nunca se sancionan.
A Zé do Lago, a Marcia y a su hija menor de edad Joene los balearon “desconocidos”, probablemente entre el 6 y el 7 de enero. El 10 encontraron sus cuerpos. La policía no tiene pistas ni sospecha de nadie, a pesar de que los tres ya habían sido amenazados por su lucha ecologista.
“Las amenazas, agresiones y asesinatos de defensores y defensoras del derecho al medioambiente, íntimamente relacionados a las luchas por justicia ambiental y climática y a la resistencia de los pueblos del campo, los bosques y el agua, no constituyen casos aislados en Brasil”, denunció la semana pasada Amnistía Internacional a propósito del triple homicidio.
Dijo también que hay en el país un “ambiente hostil hacia los defensores de los derechos humanos, ambientalistas e indígenas” alentado desde el poder político, con su discurso y sus prácticas.
El último informe de la asociación Global Witness sobre la violencia contra ambientalistas en el mundo, que recoge datos de 2020, colocó a Brasil entre los cuatro países más violentos en ese plano, detrás de Colombia, Filipinas y México.
Entre los cuatro representan bastante más de la mitad de los 227 defensores del medio ambiente asesinados en 2020 a lo largo y ancho del planeta.
En Brasil los muertos habían sido una veintena (Colombia 65, México 30), pero en 2021 ya se había superado esa cifra: 26, según un primer recuento.
Son siempre datos aproximativos, seguramente por debajo de la realidad, observa invariablemente Global Witness.
“Las disputas por la tierra y el daño ambiental –dos de las principales causas subyacentes detrás del activismo de las comunidades– pueden ser muy difíciles de monitorear en las zonas del mundo afectadas por los conflictos”, señala.
También operan la ausencia de registros independientes, el silencio cómplice de los medios, las presiones para presentar como simples crímenes comunes estos asesinatos por lo general planificados.
Y Global Witness apunta al centro del problema: al modelo económico extractivo al que están jugados las grandes empresas y los gobiernos, nacionales o regionales, involucrados en esta violencia.
En ese marco, todo vale.