Brasil superó el martes un nuevo récord diario de fallecimientos por Covid-19: 3.251 en 24 horas. Ya suman casi 300.000, mientras los contagios treparon por encima de los 12.130.000, casi 85.000 más que el lunes.
Hay cadáveres en los pasillos de hospitales públicos, por falta de espacio en las morgues, mientras faltan camas para atender a la avalancha de nuevos enfermos, sobre todo en las unidades de terapia intensiva, y ya se está notando en al menos seis de los 27 estados del país desabastecimiento en oxígeno y medicamentos.
El virus está absolutamente fuera de control y Brasil se ha convertido en un “emporio de nuevas variantes” que están circulando ya en países vecinos, especialmente la cepa llamada P 1, más contagiosa –esto es seguro– y tal vez más letal –todavía no está probado– que las anteriores.
Ante esto, la política del gobierno sigue siendo la misma: no hacer nada. Es más, el presidente atacó nuevamente a las autoridades de los estados y los municipios que tomaron medidas para frenar la circulación social del coronavirus y las denunció ante el Supremo Tribunal Federal por atribuirse funciones que no les corresponderían.
Perdió una vez más, como le está ocurriendo últimamente demasiado seguido en los tribunales: la Corte dijo que los estados y los municipios sí pueden decidir restricciones en sus territorios ante una emergencia sanitaria.
Pero el hombre tiene reservas, y aunque lo contradiga la justicia y su discurso del martes por la noche haya sido repudiado por caceroleadas en todas las grandes ciudades del país, el mayor rechazo popular que ha recibido desde que llegó a la presidencia, seguirá adelante con lo suyo, procurando “preservar la economía” –es decir a los dueños del país– antes que salvar vidas.
“Todos nos morimos de algo”, “vamos a no llorar como mariquitas”, dijo semanas atrás.