No pretendo insinuar que todo lo que ha hecho la ultraderecha haya sido puntualmente digitado por el gobierno Trump, porque sería tanto como creer que las derechas de la región no tienen iniciativa propia.
Sin embargo, la administración republicana creó un clima y un ambiente político, difundió un discurso y emitió gestos favorables a la polarización contra los trabajadores y las izquierdas, contra los pueblos originarios y negros, que contribuyó a la ofensiva de las derechas regionales.
¿Qué puede cambiar con Biden?
¿Podrá acotar o poner límites a esas ultraderechas en ascenso?
¿Tendrá alguna influencia en limitar las dos tendencias más destructivas del capitalismo en este momento: la militarización y el extractivismo desenfrenados?
La respuesta más sensata es que no lo sabemos.
Debemos intuir qué caminos adoptará su gobierno en base a la experiencia histórica de sus relaciones con nuestra región y a la coyuntura que vive el imperio estadounidense, su decadencia acelerada, la guerra comercial y tecnológica con China y la búsqueda de soluciones militares a su decadencia económica y a las profundas divisiones que acechan a su sociedad.
Abordaré la temática en base a tres cuestiones.
La primera remite a la relación de fuerzas en Estados Unidos y el mundo.
Como señaló el jueves 12 Global Times, diario oficialista chino, la gestión de Trump “ya ha provocado cambios irreversibles en Estados Unidos: la sociedad se ha vuelto más conservadora y polarizada, y la alianza internacional liderada por Estados Unidos se ha dividido”.
El gobierno demócrata deberá lidiar con un país fraccionado, la interminable crisis del coronavirus, la candente cuestión racial y una economía fragilizada, al punto que los analistas chinos (los más interesados en tener una visión precisa de lo que suceda en los próximos años), creen que Estados Unidos será “el país de Trump bajo el gobierno de Biden”.
En suma, el próximo Ejecutivo tendrá las manos muy ocupadas en casa.
Todo indica que Trump se postulará nuevamente en 2024, lo que condicionará el escenario político desde el mismo momento en que abandone la Casa Blanca.
Un Trump reforzado, por cierto, cuyo caudal de votos se incrementó en siete millones pese a sus cuatro años de cuestionada gestión.
La segunda son los cambios que habrá de implementar Biden respecto al gobierno anterior.
Todo indica que estarán focalizados en mejorar las relaciones con sus aliados, atender más de cerca el cambio climático y la crisis ambiental y, probablemente, ensayar discursos más políticamente correctos acerca de las mujeres, los afrodescendientes y los latinos.
Una encuesta del Pew Research Center previa a las elecciones estadounidenses del 3 de noviembre reveló que en los 14 países más desarrollados del Norte el 64 por ciento de la opinión pública tiene una imagen desfavorable de Estados Unidos (Asia Times, 12/11/2020).
La opinión sobre China es peor aún, pero Biden se enfocará en mejorar la de su país.
Sabemos que en los temas de fondo (China, Rusia, economía y militarización) el nuevo presidente no va cambiar el guión, porque nunca dependieron de los resultados electorales ni del nombre o el partido del inquilino de la Casa Blanca.
La economía global seguirá enfocada en el extractivismo neoliberal, en las finanzas y en el desarrollo de nuevas tecnologías para acelerar la acumulación de capital.
La tercera cuestión somos nosotros, los pueblos latinoamericanos. Es evidente que el principal perdedor es Jair Bolsonaro, que llevó a la cancillería brasileña a Ernesto Araújo, antiglobalista y firme aliado de Trump, al igual que el presidente.
Pero Brasil es muy importante para Estados Unidos y el propio Bolsonaro va a reposicionarse para trabajar con Biden.
El problema principal de la relación de nuestra región con el mundo es la parálisis y eventual liquidación de la Unasur, que le impide actuar con una voz unificada en los foros globales.
No hay señales que indiquen que esto vaya a cambiar en el corto plazo, por lo menos antes de las elecciones brasileñas de 2022, cuando Bolsonaro puede ser derrotado.
El foco principal de la administración Biden seguirá siendo Cuba y Venezuela.
En este punto, los análisis están divididos. Muchos piensan que el nuevo gobierno será un alivio para ambos países aquejados por sendos bloqueos.
No creo que sea posible esperar, en el futuro inmediato, un desbloqueo de las relaciones de Washington con Caracas y La Habana.
Para muestra, recordemos que el gobierno más “progresista” de Estados Unidos, el de Barack Obama, no movió la aguja en sus relaciones regionales.
Es cierto que Trump impuso con suma prepotencia a Mauricio Claver-Carone como presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), rompiendo la tradición de que el banco sea dirigido por alguien de la región.
Claver es, además, anticastrista y anti-bolivariano. Creo que en aspectos como éste Biden se moverá con mayor tacto.
Sin embargo, mi impresión es que Estados Unidos va a apretar el acelerador en América Latina.
Por un lado, la competencia de China es cada vez mayor. El país asiático se ha posicionado con fuerza como un gran socio comercial, el primero para países tan importantes como Brasil, Chile y Argentina.
China ha aumentado su influencia en áreas clave como el Caribe, con amplios créditos para obras de infraestructura, con especial énfasis en Jamaica, algo que no es bien visto por la Casa Blanca.
En opinión de periódicos estadounidenses, la región “podría ser muy valiosa en términos de seguridad en un conflicto militar debido a su proximidad” con la súper potencia (The New York Times, 9/11/2020).
Según este medio, cercano a los demócratas, en América Latina Biden se propone “repudiar el legado político de Trump y volver a implementar las iniciativas del gobierno de Barack Obama”.
Sin embargo, bajo ese gobierno, en el que Biden ocupó la vicepresidencia, se produjeron los golpes contra Fernando Lugo en Paraguay contra Manuel Zelaya en Honduras, además del comienzo de la ofensiva ultraderechista que destituyó a Dilma Rousseff en Brasil.
En paralelo, Washington necesita seguir acotando a los gobiernos que no son afines a sus intereses, como los de México, Argentina y Bolivia, además de los citados Cuba y Venezuela.
Aunque los discursos se suavicen y los gestos se vuelvan amistosos, el imperio tiene poco para ofrecer a los pueblos empobrecidos de nuestro continente.
Raúl Zibechi | Especial para Rel UITA