El fuego nunca se apaga en la Amazonia. Centenares de quemas arden cada día. Cuando una se extingue, otra la sustituye de inmediato. A veces, se duplican.
El Instituto Nacional de Investigación Espacial de Brasil (INPE, por sus siglas en portugués) identificó 6.803 incendios en la región amazónica en julio de 2020, frente a los 5.318 registrados en el mismo período del año anterior.
“Solo durante el 30 de julio los satélites detectaron 1.007 incendios en la Amazonia, señaló el INPE, el peor día de este mes desde 2005”, señaló Greenpeace.
Según la publicación colombiana Semana sostenible, en julio pasado “Los satélites del INPE detectaron en la región de Pantanal 1.669 focos de incendio, más del triple que los 494 detectados en el mismo periodo del año pasado. Desde que empezaron las mediciones hace más de 20 años, el peor mes de julio había sido el de 2005, con 1.259 focos de incendio”.
“Entre enero y el 31 de julio de este año ̶ agrega la publicación ̶ se registraron en esa vasta llanura, inundada durante la temporada húmeda y que alberga numerosas especies animales, un total de 4.203 focos. La cifra representa un aumento del 201 por ciento en relación con el mismo periodo del año pasado”.
Entre setiembre y octubre de 2005, en el marco de la campaña internacional “¡Basta de violencia en el campo!”, un equipo de Rel UITA integrado por Álvaro Santos, Emiliano Camacho y quien escribe, con respaldo de la CONTAG y su fotógrafo insigne César Ramos, viajó al estado norteño de Pará, en Brasil, con el propósito de filmar un documental investigando y denunciando las raíces de la violencia rural en esa región amazónica, pero también que pusiera nombres, caras, carne y huesos a las víctimas de esa violencia asesina.1
Fueron casi 30 días recorriendo ese estado amazónico, mayormente por tierra. Pasamos por numerosas ciudades, localidades, poblados, desde Marabá, a orillas del mítico río Tocantins, Rondón do Pará, Paraupebas, Pacajá, Anapú, Santarem, en la ribera del Tapajós, hasta las afueras de Belém do Pará, la capital del estadual.
En cada uno de esos lugares encontrábamos las huellas de la violencia de clase, todas cicatrices aún abiertas por la absoluta impunidad de los asesinos, a veces de los ejecutores, pero siempre de los autores intelectuales.
Para entender la mecánica de los actuales incendios es imprescindible conocer este contexto en el cual una cadena de intereses y poderes que empieza en los grandes empresarios madereros, los terratenientes de cada región, a menudo “propietarios a las malas” de centenares de miles de hectáreas, que aliados con o siendo ellos mismos parlamentarios se sirven de jueces y policías de pacotilla sometidos a sus órdenes para mantener “cosas, animales y personas” bajo la garra de su poder.
Nada y nadie escapa a su control. Son un verdadero Estado paralelo, o quizás, en esas regiones, sean el verdadero Estado; y no sólo son “la ley y el orden”, a menudo son también Dios, representado por las diversas agrupaciones religiosas evangelistas y pentecostales que terminan cerrando el cerco del poder local.
Difícil. Difícil continuar en este punto sin conmoverme hasta los huesos por el recuerdo de los y las ausentes que íbamos encontrado en aquel viaje inmersivo en una realidad más propia del siglo XIX que del XXI.
Como Dedé, carismático sindicalista rural asesinado en Marabá junto a su esposa y su hijo menor. Sus otros hijos sobrevivieron de milagro, y fueron testigos de la masacre cuyos autores identificados resultaron liberados por la justicia.
A Dezinho lo asesinaron ante la puerta de su casa en Rondón do Pará, delante de su esposa, Joelma. Él era presidente del sindicato rural local. Lo habían amenazado de muerte muchas veces.
Cuando la encontramos, Joelma era la nueva presidenta del sindicato y, junto a sus hijos, vivía con custodia policial las 24 horas como consecuencia de las reiteradas amenazas de muerte que recibía. Imposible olvidar las miradas de los hijos e hijas de Dezinho y Joelma, arracimados en un sillón alrededor de su madre mientras hacíamos la entrevista para el vídeo.
A medida que nos internábamos cada vez más profundamente por las rutas amazónicas íbamos descubriendo con nuestros propios ojos las razones prácticas, concretas, palpables de esta violencia neocolonial.
La selva había desaparecido, retrocedido desde las rutas hacia los lados, y hasta donde daba la vista solo había ganado, soja e incendios.
En Paraupebas recorrimos junto a su hermano la historia del dirigente de trabajadores rurales Soares, asesinado en plena calle, y a la joven viuda de Antonio do Alho, también ex dirigente rural asesinado apenas meses atrás después de que fuese contratado por el Departamento de Agricultura de la Municipalidad.
Tampoco se me borra la imagen de su viuda, mostrándome entre lágrimas cómo y dónde habían asesinado a su marido de un tiro en el pecho cuando abrió la puerta de la casa. Sus pequeños cuatro hijos, cuatro pollitos, siguiéndola pegados a sus faldas sin perderla de vista un segundo.
Más adentro aún por la Transamazónica, en Pacajá, Dorival, amenazado de muerte, había abandonado su chacra y vivía en los suburbios de la ciudad prácticamente en la clandestinidad, protegido por sus compañeros del sindicato de trabajadores rurales día y noche.
Nuestra presencia resultó una buena oportunidad para encontrarse en condiciones de mayor seguridad con su esposa e hijos a quienes no veía desde hacía meses.
Dorothy Stang era una religiosa estadounidense de la congregación Hermanas de Notre Dame de Namur en misión en Anapú, plena Amazonia.
Afincada en esa localidad desde hacía 20 años junto a la hermana Janine, también estadounidense, Dorothy había abrazado la causa de los campesinos sin tierra y trabajadores rurales de la zona. Había intercedido por ellos en muchos conflictos locales y por eso estaba amenazada de muerte. Dos sicarios la emboscaron y la acribillaron en un sendero interior de un cañaveral por donde ella solía cortar camino cuando regresaba a pie a su casa.
Esta vez el escándalo llegó a la agenda de medios globales, pero poco se pudo avanzar en la investigación del homicidio que acabó con dos pobres diablos entre rejas por haber asesinado a Dorothy a cambio de unos pocos pesos.
Quedaron en mi memoria la tristeza de Janine y de las pupilas que allí convivían, el pequeño altar junto a una ventana dedicado a Dorothy, la luz del atardecer entrando casi recta a la misión, la tumba de Dorothy en una pequeña isla frente a Anapú, lugar de peregrinación del pueblo que la acogió y la recordaba con amor.
Ivete, presidenta del sindicato rural local, nos esperaba en Santarém. Proveniente de una comunidad tradicional que habita la floresta desde hace siglos, ella se encontraba amenazada de muerte por un “consorcio de la muerte” integrado por ganaderos, madereros y sojeros. La zona estaba siendo incendiada permanentemente para extender las fronteras agropecuarias con millones de hectáreas robadas a la selva y dedicadas a actividades extractivas.
Los madereros son los precursores del desastre. Ellos son los que entran primero a la floresta arrasando con la madera noble2 que encuentran a su paso. El resto, simplemente, lo incendian dejando el terreno preparado para sus “socios”, fazendeiros piratas y otros truhanes.
En Brasil el término quilombo3 designa a una comunidad negra que vive en la floresta. Sus orígenes fueron las agrupaciones de esclavos africanos y afrobrasileños huidos de plantaciones e ingenios donde eran esclavizados.
Hoy son aldeas dispersas de poblaciones que viven de la selva, sus peces, sus frutos y pequeños sembradíos de subsistencia. Reclaman que su territorio ancestral sea reconocido como de su propiedad, y algunos lo han logrado, pero viven enfrentados a los “grileiros”, los incendiarios que quieren apropiarse de sus territorios. Las agresiones, amenazas y ataques a mano armada son habituales.
Ivete nos guió por algunos de esos enclaves tradicionales donde vimos calma, armonía con la naturaleza, pobladores viviendo en simbiosis con la floresta y por eso siendo garantes de su conservación.
En el camino hacia allí encontramos una escuela pública abandonada, rodeada completamente por cultivos de soja. Ivete relató que la presión de los sojeros fue tan grande que los padres ya no enviaron más sus hijos a esa escuela.
Rejane era una bahiana emigrada hacia Pará, donde se afincó y formó familia. Militante del movimiento de mujeres campesinas, fue asesinada en la puerta de su casa delante de sus hijos y sobrinos pequeños.
El sicario fue detenido a poca distancia del lugar del crimen, pero algunos “diligentes” policías le aplicaron la conocida “ley de fuga” abatiéndolo pocos minutos después. Un “archivo quemado”.
La familia de Rejane aportó un conmovedor testimonio del amor que esta mujer alegre y dinámica imprimía en todo cuanto hacía. Nadie la había olvidado.
Estas historias y sus rostros son los que veo en el humo de los miles de incendios de la Amazonia. Detrás de las llamas no existe solamente un terrible desastre ambiental, yacen también éstas y otras miles de vidas humanas arrebatadas por la violencia de la codicia, el poder, el lucro a toda costa, en un contexto político cómplice que asegura la impunidad absoluta a las mafias rurales.
Las palabras, éstas mismas palabras, no alcanzan para contar el peso del día a día de la violencia impune, la forma en la cual el poder absoluto moldea el cotidiano de miles, tal vez millones de personas.
Respeto la indignación de los honestos del mundo ante la debacle incendiaria, pero condeno la hipocresía de muchos que con una mano señalan culpables, y con la otra compran las maderas nobles, la soja y la carne producidas gracias a esas mismas llamas que condenan. Al fin, los gatillos asesinos en la Amazonia se jalan también a distancia.
“Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones.
Este ya no es el reino de las maravillas donde la realidad derrota a la fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta.
Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente de reservas del petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos”, explicó Eduardo Galeano ya en 1971 desde sus “Venas abierta de América Latina”.
¿Qué hemos logrado cambiar realmente desde entonces, desde el principio?
Antes que en Brasil, la Amazonia se quema primero en las Bolsas de Nueva York, Londres, Tokio y París, en el puerto de Shanghái y los restoranes de Moscú. Allí van a parar en realidad las víctimas de la violencia rural brasileña, sea flora, fauna o humanos.
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, monta un teatro de títeres enviando algunas unidades del Ejército a la Amazonia, que según denuncian los activistas locales, solo ordenan las quemas reprimiendo a los “independientes” y haciendo la vista gorda con los grandes terratenientes que continúan incendiando, ahora sin “competencia desleal”.
El tesoro de la humanidad que no se compra ni se vende, que no es un commodity, va desapareciendo delante de nuestros ojos: más de 40 mil especies de plantas, más de 6 mil especies de animales, cerca de 400 grupos indígenas, el más importante regulador del clima del planeta, la cuenca fluvial más grande del mundo.
Humo. Nada se destruye, todo se transforma… en dinero y poder.
1 “En la frontera del miedo”. Rel-UITA y CONTAG – 2005
2 En 2005 se calculaba que por este procedimiento la Amazonia ya había perdido el 40 por ciento de la madera noble.
3 En la lengua banto umbundu, procedente de Angola, kilombo significa “refugio”, “tierra libre”. El Quilombo dos Palmares fue el mayor; existió entre 1580 y 1710 y llegó a tener 20 mil habitantes en aldeas y pueblos dispersos en una extensa región de difícil acceso en el nordeste brasileño. Es paradójico que esa misma palabra se use en el sur de América para designar a los prostíbulos.