El caso se inició hace más de diez años. Los primeros testigos fueron los esposos Lucía Barrera de Cerna y Jorge Alberto Cerna Ramírez, los dos únicos sobrevivientes de la masacre de los sacerdotes en la Universidad Centroamericana (UCA) el 16 de noviembre de 1989.
Los sacerdotes asesinados fueron los españoles Ignacio Ellacuría (rector de la UCA), Ignacio Martín Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno y Segundo Montes, de la misma nacionalidad, y el salvadoreño Joaquín López y López, además de la empleada doméstica Elba Ramos y su hija Celina, de 16 años.
Los jesuitas habían trabajado incansablemente por la solución negociada del conflicto salvadoreño y el respeto a los derechos humanos.
La abogada querellante, Almudena Bernabeu, lleva años recolectando pruebas y construyendo un sólido caso en contra del Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada de aquella época.
El informe de la Comisión de la Verdad de 1993 fue vital para construir el caso.
Este 10 de junio Montano se negó a responder preguntas que no fueran de su abogado defensor, y dijo que su mando era únicamente sobre cuerpos de seguridad y no sobre soldados, algo que en aquella época estaba poco diferenciado.
De hecho, Montano era por entonces ministro de Seguridad, pero también miembro del Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada.
Los asesinatos fueron decididos en el marco de una ofensiva lanzada por el gobierno presidido por Alfredo Cristiani contra grupos guerrilleros.
En una reunión mantenida con el Estado Mayor del Ejército el gobierno resolvió el reforzamiento de las operaciones militares, el aumento de la intensidad del uso de aviación, bombardeos, artillería y vehículos blindados en la ciudad.
El costo de esta decisión fue altísimo en la población civil.
La Comisión de la Verdad concluyó que en esa reunión se decidió realizar una operación especial para asesinar al padre Ignacio Ellacuría y demás sacerdotes de la Compañía de Jesús sin dejar testigos. La misión fue encargada al Batallón Atlacatl.
De ese encuentro participaron los generales Juan Rafael Bustillo y René Emilio Ponce y los coroneles Juan Orlando Zepeda, Montano y Francisco Elena Fuentes.
José María Tojeira, entonces provincial de los jesuitas, se salvó por casualidad porque descansaba en otra casa. La historia le convirtió en una de las voces más fuertes de la denuncia del asesinato de sus compañeros.
Años después dijo que la masacre provocó que “la báscula de la brutalidad se inclinara del lado de los militares” ante los ojos de la comunidad internacional y que eso fue determinante a favor de la solución negociada al conflicto salvadoreño.
Tras ese asesinato, los propios Estados Unidos cortaron por algunos meses el flujo de ayuda militar a El Salvador.
El martirio de los curas y las dos mujeres, dijo Tojeira, “salvó muchas vidas” a la sociedad salvadoreña.
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