Las cárceles suelen dar la imagen menos hipócrita de una sociedad. Según un informe de 2018 de la inglesa BBC, “a finales de 2016 había 2,16 millones de personas en prisiones federales y locales, lo cual se traduce en una tasa de 655 presos por cada 100.000 habitantes”.
Esta cifra colocó a Estados Unidos en el primer lugar mundial de personas privadas de libertad.
Sólo el 13 por ciento de la población total de ese país es de raza negra, pero sin embargo representa el 33 por ciento de las personas que están en prisión.
De acuerdo a un estudio reciente de la Universidad Rutgers, en Nueva Jersey, un negro tiene 2,5 más probabilidades de morir bajo las balas de la Policía que un blanco.
Con poco indagar en otros aspectos de estas diferencias queda en evidencia que la violencia racista que anida en la sociedad estadounidense es estructural, y constituye parte esencial de su idiosincrasia dominante.
Por ejemplo, según Philip Bump, corresponsal del Washington Post en Nueva York, el desempleo de los negros ya era más del doble (7,9) que el de los blancos (3,8) antes del Covid-19, y agrega que “la tasa de desempleo para los estadounidenses de raza negra ha sido siempre 66 por ciento mayor que la de los blancos, y desde enero de 1974 ha sido por lo menos dos veces mayor que la de los blancos el 80 por ciento del tiempo”.
Por su parte, el relator sobre pobreza extrema y derechos humanos de las Naciones Unidas, Philip G. Alston, estableció en su informe presentado ante la ONU en 2017 que en Estados Unidos “los negros tienen 2,5 más probabilidades que los blancos de vivir en la pobreza, y registran una tasa de mortalidad infantil 2,3 veces superior.
Su nivel de desempleo duplica el de los blancos, y usualmente ganan solo 82,5 centavos para cada dólar que obtienen aquellos”. Desde entonces, la situación no ha hecho sino empeorar.
En un artículo publicado en Boston Review, julio/agosto de 2007, el profesor Glenn C. Loury, catedrático de Ciencias Sociales en la prestigiosa Universidad de Brown, Rhode Island, afirmó que “En esta sociedad ̶ casi como en ninguna otra ̶ quienes más sienten el peso de la ley pertenecen en cantidades muy desproporcionadas a grupos raciales históricamente marginados”.
“En los Estados Unidos, crimen y castigo son de color. La disparidad racial en las tasas de encarcelamiento es mayor que en cualquier otra de las grandes esferas de la vida social del país: la proporción de negros y blancos en las tasas de encarcelamiento es de ocho a uno respectivamente”.
El profesor Loury agregó que ya “en 2000, tres de cada 200 jóvenes blancos estaban encarcelados, mientras que entre los jóvenes negros la proporción era 1 de cada 9. Es más probable que un hombre negro residente en el estado de California acabe en una prisión estatal que en una universidad pública”.
“La escandalosa verdad es que, en Estados Unidos, la policía y el aparato penal son hoy en día el principal punto de contacto entre los hombres de raza negra y el Estado”, afirmó.
Asimismo, repasando una ponencia de la politóloga Vesla Mae Weaver, el profesor Loury señaló que desde fines de los años 60, a partir del triunfo de los movimientos por los derechos civiles en Estados Unidos, los grupos de poder que se oponían a esos cambios desarrollaron un contraataque con base en la criminalización de las luchas antiracistas, “calificando como delito la discordia racial y afirmando que la legislación de lucha contra la delincuencia sería la panacea que acabaría con los disturbios raciales”.
“Esta estrategia tiñó de color la delincuencia y despolitizó el conflicto racial, una fórmula que cerró el paso a otros enfoques anteriores basados en ‘causas profundas’”.
Quiere decir que el fin “formal” del sistema de segregación estadounidense (que en Sudáfrica se llamó apartheid) no significó sin embargo el fin del racismo estructural.
Antes bien, las elites y la clase media blancas, hegemónicas en el Congreso, levantaron un muro de políticas discriminatorias: más punitivas en lo judicial, abandono de la protección lo social, desestimulación educativa, falta de cobertura sanitaria, incremento de la capacidad locativa en las prisiones, guetificación territorial, hipocresía de los programas antidrogas, discriminación a la hora de obtener empleos.
A los George Floyd estadounidenses los vienen asesinando en un conflicto interno de baja intensidad desde hace décadas, desde cuando los racistas ya no pudieron vestirse con blancas túnicas y gorros cónicos para lincharlos, colgarlos o prenderlos fuego.
Esta última muerte, sin embargo, está provocando la reacción de una parte importante de la sociedad estadounidense que sale a la calle en decenas de ciudades, desafiando el toque de queda y las amenazas del inefable presidente Donald Trump.
Sus mensajes en las redes sociales, sus discursos y declaraciones sólo contribuyen a hacer aún más transparente las raíces ideológicas, filosóficas y de clase de quienes integran este gobierno, vocero de la elite hipermillonaria estadounidense.
Las movilizaciones populares se producen además en medio de la peor crisis sanitaria y económica de los últimos tiempos, sin que por ahora nadie se anime a adelantar un pronóstico acerca de cómo continuará este proceso.
Una mezcla explosiva que para algunos observadores terminará salvándole a Trump la campaña electoral hacia las elecciones de noviembre, cuya popularidad venía en picada por su impericia y escasez de estatura política en el manejo de la pandemia, mientras que para otros se acerca el final estrepitoso de la era del magnate republicano.
Sea cual sea el resultado de esas especulaciones, nada le devolverá la vida a George Floyd. Solo cabe esperar fervorosamente que su muerte no haya sido en vano.