Promovido por la ONU y la FAO, el Fondo Mundial de Diversidad de Cultivos, once importantes instituciones agrícolas y setenta países decidieron construir en Noruega unos silos subterráneos y blindados para depositar en ellos tres millones de semillas de diversas especies, con el propósito de precaver a la humanidad en caso de guerra nuclear, impacto de asteroides, atentado terrorista masivo, pandemia, catástrofes naturales o cambio climático acelerado, fenómenos que más que riesgos tienden a constituir certezas, si se mira en el largo plazo”
Años después, Barack Obama defendió su propuesta de prepararse para una pandemia de salud como la que hoy azota a su país y a la humanidad: “No es solo un seguro, sino el conocimiento de que esto va a pasar, particularmente en un mundo tan globalizado”.
Y su gobierno promovió la creación de la Unidad de Seguridad Sanitaria Global y Biodefensa de Estados Unidos, institución que Donald Trump, en error garrafal, desmanteló.
En tres ocasiones, el ministro de Álvaro Uribe que tramitó el TLC con Estados Unidos me dijo que no importaban los daños que ese Tratado le provocara a la producción de alimentos en Colombia, porque podían reemplazarse con comida extranjera que pagaríamos con las exportaciones de petróleo.
Y en otra ocasión agregó: “Mil y mil gracias por los subsidios (agrícolas extranjeros), porque nos permiten, por ejemplo, comprar trigo barato” (La Patria, May.16.04), ideas que han sido las de todos los gobiernos desde 1990 y que hoy nos tienen ante esta dolorosa realidad: importamos 14 millones de toneladas de productos agrícolas que podemos producir, no hay petróleo en abundancia y con los precios por el suelo, y los alimentos son caros por la devaluación del peso.
Y a pesar de la pandemia, ningún neoliberal ha renunciado a las falacias con las que han justificado los inmensos daños al agro –e incluso peores a la industria–, en momentos en que las importaciones están estrangulando la leche y el arroz, cuya producción debe reducirse a poco o desaparecer, por tarde, en 2027 y 2031, respectivamente, suerte a la que también tienen sentenciados al huevo, el pollo y el cerdo y amenazados a otros productos.
Para ilustrar la gravedad de lo que ocurre, si por cualquier razón se cerraran las importaciones a Colombia de maíz, trigo y otros productos, nos quedaríamos sin pan y sin pastas y sin huevos, carne de pollo, cerdo y cerveza, porque producirlos depende de los insumos agrícolas importados. Así está de perdida la seguridad alimentaria nacional.
El Coronavirus hizo trizas entonces la tesis obtusa de que los colombianos debemos ver nuestra seguridad alimentaria no como un problema nacional sino global, suponiendo, contra la evidencia, que siempre tendremos algún producto minero con qué pagar las importaciones y que, más obtuso aún, siempre se producirá la comida en algún sitio del mundo dónde comprarla y nunca se interrumpirán los flujos comerciales de abastecimiento.
Pero esta doctrina, llamada de las ventajas comparativas, no la aplican las potencias que nos arrebatan la seguridad alimentaria nacional. No solo no la aplican, y ahora menos que nunca, sino que apertrechan con retórica deleznable a los importadores criollos, que se enriquecen con ella, y a sus teóricos.
¿Sí notaron que varios países desarrollados se negaron a exportar los bienes industriales que otros necesitábamos para enfrentar la pandemia?
Lo único positivo que puede quedar del desastre de salud, económico y social que provocará el Coronavirus consiste en lograr cambios democráticos de diverso tipo, empezando por las relaciones internacionales de mula y jinete que padecemos.
No para que se acaben los intercambios internacionales, sino para que los países como Colombia puedan adentrarse en la modernidad a la que estamos lejos de pertenecer.
Y este puede ser un gran propósito nacional, que incluya incluso a quienes tienen contradicciones objetivas, como ocurre con los trabajadores y los empresarios, pues a los dos les interesa crear riqueza y empleo.
NdelE: Los intertítulos pertenecen a la Rel