O Globo apoyó el golpe de Estado de 1964, mantuvo estrechos lazos con todos los gobiernos militares y fue opositor al gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva. Por eso, sus críticas a Bolsonaro pueden tomarse como un termómetro de lo que piensa el gran empresariado brasileño.
En rigor, el aún presidente de Brasil, o “antipresidente” como lo bautizó la periodista Eliane Brum, nunca tuvo una posición confortable.
Desde los primeros meses de 2019, apenas asumió la presidencia, fue el vice Hamilton Mourao, ex general de línea dura, el encargado de zurcir los desgarros diplomáticos que provocaba la incontrolable verborrea de Bolsonaro.
Pereira sostiene que el presidente “está aislado por propia elección”. En efecto, rompió con su propio partido, el PSL, con el que llegó al gobierno, con el Congreso, con todos los gobernadores y, por si fuera poco, con el principal cliente comercial de Brasil, China.
Pero el dato más novedoso, disparado directamente por la banalidad en el manejo por el presidente de la crisis sanitaria provocada por el coronavirus, es lo que Pereira denomina como “un movimiento de desobediencia civil instalado en el país”.
A mediados de marzo comenzó una cadena ininterrumpida de cacerolazos en las mayores ciudades, en respuesta a la minimización presidencial de los impactos del coronavirus.
Bolsonaro dijo que la crisis “pasará en breve”, que es apenas “un resfriadito” y que no ve motivo para cerrar las escuelas pues el impacto principal es con los mayores de 60 años.
Más bruto aún: “El brasileño bucea en las alcantarillas y no le pasa nada”.
Fue un golpe al mentón a la credibilidad de las clases medias urbanas en la ciencia, en las recomendaciones de aislamiento social de la OMS y en lo que vienen haciendo los gobiernos del mundo.
En Sao Paulo, por ejemplo, los cacerolazos se produjeron en los mismos barrios de clase media donde Bolsonaro obtuvo casi un 80 por ciento de los votos 18 meses atrás.
A mi modo de ver, los cacerolazos alertaron a la mayoría del empresariado, a los grandes medios y a un sector de las fuerzas armadas, sobre la gravedad de la situación.
Incluso un medio tan conservador como O Estado de Sao Paulo, cercano a las fuerzas armadas, editorializó el mismo 26 marzo, en tono incendiario: “El presidente parece desear ardientemente la confrontación –con los gobernadores, con el Congreso, con los medios y hasta con miembros de su propio gobierno ̶ para crear un clima favorable a soluciones autoritarias”.
El diario llama a los brasileños a “desconsiderar totalmente lo que dice el jefe de Estado”, en particular su insólito llamado a romper la cuarentena y volver a la “normalidad”. Se especula con que puede llegar a disolver el Congreso e instalar un gobierno dictatorial.
Un día antes, el martes 25, el diario Valor Económico, portavoz de los intereses financieros e industriales, vinculado a Folha de Sao Paulo, el otro gran medio brasileño, publicó una columna titulada “Carta de renuncia”, firmada por la periodista María Cristina Fernández.
En ella aparece un dato fundamental. Se estaría articulando una “salida elegante” de Bolsonaro, en la que estarían de acuerdo incluso los militares, a cambio de la amnistía a sus hijos, Carlos, Eduardo y Flavio, conocidos como 01, 02 y 03.
Los tres pueden ser acusados por diversos delitos ante la justicia, incluso del asesinato de Marielle Franco, por el estrecho contacto que Flavio tenía con los asesinos (El País, 9 de febrero de 2020).
El gran vencedor de esta pulseada sería el vice Mourao, quien días atrás tomó distancia de las declaraciones del presidente sobre el coronavirus, y de ese modo quedó en posición de convertirse en su sustituto.
Una de las claves la dio el gobernador de Goiás, Ronaldo Caidado, del derechista DEM, un aliado de primera hora del presidente que ahora lo acusa de irresponsable y de “lavarse las manos responsabilizando a otras personas por un colapso económico”.
“Un estadista tiene que tener coraje suficiente para asumir las dificultades”, sentenció Caiado.
Es exactamente el perfil de Mourao. Férreo defensor de la dictadura militar (1964-1985), Mourao fue separado del Comando Militar del Sur, uno de los más poderosos del país, por las críticas públicas que hizo en 2015 al gobierno de Rousseff.
En 2017, cuando gobernaba Michel Temer, pidió una «intervención militar» que acabase con la corrupción de la clase política en Brasil (La Nación, 6 de agosto de 2018).
En medio de la crisis, el Comandante del Ejército, general Edson Leal Pujol, publicó un video dirigido a los militares en el que asegura que el combate al coronavirus “puede ser tal vez la tarea más importante de nuestra generación”.
Militares que en la década de 1960 consideraron que su principal tarea era el combate al comunismo, se prestan ahora a retornar al poder con la excusa, igualmente precaria, de “salvar al pueblo y a Brasil”.
Si la crisis política se encaminara hacia un gobierno presidido por el general Mourao, estaríamos ante una paradoja: 35 años de democracia electoral desembocaron en el retorno completo de las fuerzas armadas al gobierno, que ya cuentan con más de cien de los suyos en los escalones más altos de la administración.
Sería algo así como un “gobierno militar democrático” para gestionar un “Estado policial digital”, un modelo que se está probando exitoso para los intereses del 1 por ciento más rico durante esta crisis sistémica.
El desafío, y el problema, es que Brasil suele marcar tendencias en el continente.
Los trabajadores y los sectores populares deberemos re-aprender a luchar en condiciones de represión, control policial-militar de la sociedad y de precariedad material en la vida cotidiana.
Un retorno a la década de 1960, cuando organizarse implicaba riesgos que sólo podían afrontarse con fraternidad, solidaridad e integridad ética.