Estoy en Santiago. Han pasado 43 años del golpe de Estado que convirtió a Chile en un gran campo de concentración, al Estadio Nacional en una cárcel a cielo abierto y a la cordillera en el más largo paredón de fusilamiento que la historia conoció.
Camino nuevamente por la Alameda en medio de una jornada de protesta y paro nacional convocado por la Central Unitaria de Trabajadores.
Al pasar por el Palacio de la Moneda busco en las paredes de los edificios aledaños los impactos de aquella balacera infernal del 11 de setiembre de 1973.
Ya no se ven, las fachadas lucen lisas y pintadas con escrupulosidad. Cijifredo Vera, presidente de nuestra Federación local, identifica la búsqueda en el paneo de mi mirada, las marcas que procuro, cuello en alto. Me lleva unas cuadras más abajo, por la Avenida Bulnes. “Mira, ahí continúan los hoyos”, me dice sarcástico.
Llevan ahí 43 años, indelebles, corroyendo la piedra. Y están los otros agujeros, las heridas que no se ven, las que el taladro autoritario provocó en el cuerpo de la sociedad toda.
Vuelvo a la Alameda. Ante mí la Moneda. Rememoro las fotos de aquel edificio gris, el fuego, el humo, los boquetes provocados por el bombardeo. Recuerdo a Salvador Allende y fragmentos de su último discurso. Su voz serena, clara y pausada en medio de la zozobra.
Días más tarde otro hombre, chilenísimo aunque sueco de nacimiento, daba muestras de carácter y valor invalorables. Harald Edelstam, embajador de Suecia en Chile, dejaba en claro que antes que diplomático era socialista, lo cual nunca le perdonaron los inmaculados burócratas de escritorio de su propio país.
La acción desplegada por Edelstam en esas semanas luego del golpe fue un relámpago de arrojo y solidaridad, rasgando el fascistoide manto negro que cubrió al país andino, en un intento de ocultar la masacre que el neoliberalismo y el imperio estadounidense ejecutaban en el hermano país.
“Para muchos suecos justicia social en casa y justicia internacional afuera son parte de la misma lucha”, decía Olof Palme.
Harald Edelstam -que obedecía más a sus emociones que al frío cálculo- fue quien mejor interpretó a Palme poniendo en juego su propia vida para salvar la de otros, y, siendo el hombre más libre, eligió poner en riesgo su libertad defendiendo la de todo un pueblo.
Estoy en Chile y no olvido que tengo que escribir sobre Manuel Bonmati, que ahora “deja” la secretaría de relaciones internacionales de su UGT, “la de sus amores y dolores”, como dicen los dominicanos.
Y me viene a la memoria su presencia, actuación y compromiso solidario con Chile, y con todos aquellos pueblos bajo el oprobio de dictaduras militares o la esclavitud de las políticas neoliberales.
Para Manolo el internacionalismo proletario era y es solidaridad de clase rebasando límites y no un concepto vago que no va más allá de los discursos, como sucede hoy lamentablemente en el ámbito sindical anquilosado y preocupado mucho más por las coyunturas locales.
Manolo, al igual que Edelstam, no conoce fronteras y detrás de un escritorio se sintió acorralado siempre.
¿Quién dice que te vas? Hoy es cuando más te necesitamos, viejo amigo y compañero de todas las horas.
En Santiago, Gerardo Iglesias