El señor Alston se ha reunido con distintas asociaciones en representación de todas esas gentes, anónimas, que no se desplazan en coche (porque no pueden ni pagarse la gasolina o renovar el seguro), que no ponen la calefacción en sus hogares (porque no les llega para la factura), que no han visto la última de Tarantino (porque los nueve euros de la entrada son un lujo para ellos).
También con migrantes que subsisten a duras penas, familias desahuciadas que se vieron incapaces de hacer frente al alquiler (un mercado que se ha vuelto casi para ricos, con ramalazos especulativos que empiezan a recordar aquella burbuja que reventaron en la cara de los trabajadores), y tantos otros ciudadanos que se ven abocados a distintos tipos de pobreza porque ésta, como los virus, va mutando.
Y resulta que un día has dejado de pagar la factura del seguro del coche y al mes siguiente la de Iberdrola; en tres meses te ves comprando ropa de segunda mano para tus hijos en Humana; en medio año sin fondos para la letra de tu hipoteca o el alquiler de tu piso y, sin saber muy bien cómo, en un año y pico estás con tu familia viviendo en casa de los abuelos, quizás porque a tu pareja no le han renovado el contrato por obra y servicio –encadenado como un collar de despropósitos- y con la mierda que te pagan en tu curro no da ni para vivir.
Y luego hay que escuchar a los lenguaraces del liberalismo patrio que un salario mínimo de 950 euros es casi un desafío para la viabilidad de muchas pequeñas y medianas empresas. Siempre quedará la lotería que, como dice el escritor Alberto Olmos, “no es otra cosa que el impuesto al pobre. No toca, la puta lotería”.
Pues bien, la ONU, tras escuchar todas las notas que tomó el señor Alston en su periplo ibérico por una realidad casi irreal, por insoportable, para aquellos que la sufren, ha reconocido que un país como España puede hacer mucho más para evitar todo este variado abanico de pobrezas.
Ya lo creo que puede, pero el problema está en que nos están colando la idea de que esto es lo que hay, que en determinados sectores y según qué actividades productivas, eso de un salario digno se acabó (entiéndase por digno aquel que te permite pagar las facturas, que son muchas).
Y resulta que esa idea va calando en el inconsciente colectivo de los trabajadores y trabajadoras (especialmente los más jóvenes), de manera progresiva, como un gota a gota, una lluvia fina que no moja de entrada, pero termina empapándote; una puta lluvia radiactiva que cuando la observas de frente, mirando al cielo, te abrasa la cara.
Ese instante que contemplas en lo que te han convertido: un superviviente en la isla de los precarios, náufrago a perpetuidad tras el maremoto de una crisis que se ha quedado adherida en la piel de tantos; como la nicotina en los dedos, que no sale ni con quitaesmalte.
Ya es sabido por todos que hay empleos que son compatibles con la pobreza, esa es una verdad que estamos percibiendo cada día. Familias que ingresan dos salarios mensuales (con uno es imposible vivir), que echan diez horas diarias, apenas ven a sus hijos e hijas que, en el mejor de los casos, quedan al abrigo de los abuelos (varias generaciones criadas y educadas por ellos) y, con todo ese sacrificio impuesto, no llegan a fin de mes, o no generan ahorros, o les toca ir al dentista por un flemón pero no les queda otra que ponerse de Ibuprofeno y Nolotil hasta las trancas; o no pueden cambiar la montura de las gafas de sus hijos y tiran de celofán.
Estamos ante un desafío mayúsculo: cómo revertir esta cultura neoliberal de la precarización total, de mantener intocable todo con lo que arrasaron durante una década de crisis. Un campo de cenizas para que nada pueda crecer: ni mejoras salariales, ni derechos, ni calidad en el empleo, ni conciliación, ni nada. Esto es lo que hay, y si no lo quieres, que pase el siguiente.
Claro que no es así en todos los sectores de actividad. Si así fuera, digo yo que ya estaría la gente quemando contenedores y haciendo barricadas en las calles (aunque el comportamiento de la masa es cada vez más predecible, por inofensivo).
Esto es algo casi endémico de algunos empleos vinculados al sector servicios, especialmente en hostelería, limpieza, repartidores a domicilio, dependientes, promotores de productos, reponedores de supermercados, vigilantes de seguridad, trabajadoras del hogar, camareras de piso, auxiliares de servicios, auxiliares de dependencia, auxiliares administrativos… Lo de “auxiliar” es cojonudo, te permite pagar menos a alguien que curra lo mismo que un “titular”.
En un futuro muy cercano, todos seremos “auxiliares”.
Escribió Scott Fitzgerald que “toda vida es un proceso de demolición”, en referencia a los golpes que uno va recibiendo a lo largo de los años, la mayoría desde fuera (algunos autoinfligidos).
El problema hoy es que se están demoliendo vidas de manera muy sutil, casi sin que nos percatemos. Más que un proceso de demolición es un proceso de deconstrucción: se hace pieza a pieza, todo se desmonta y apenas mancha.
Pero al final es lo mismo: cuando te quieres dar cuenta, tu vida es un montón de escombros. Y claro que hay culpables, pero apenas les vemos porque no pisan las calles.
Nota del Editor: Agradecemos a César Galiano el envío de este material.