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La “patria sojera” se cobra una nueva víctima

La ciencia criminalizada

Investigar sobre el glifosato y otros agrotóxicos puede costar la carrera incluso a científicos de primer plano. Una inmunóloga brasileña lo está comprobando en carne propia.

Mônica Lopes Ferreira es directora del Laboratorio Especial de Toxicología Aplicada del Instituto Butantan de São Paulo.

En agosto pasado, esta inmunóloga con más de 30 años de carrera dirigió una investigación sobre la toxicidad de los 10 agrotóxicos más empleados en Brasil.

El trabajo le fue encargada por un organismo del Ministerio de Salud de Brasil, la Fiocruz, que fue quien determinó la elección de los productos a testear: Abamectina, Acefato, Alfacipermetrina, Bendiocarb, Carbofurano, Diazinon, Etofenprox, Glifosato, Malathion y Piriproxifem.

Para la investigación, el equipo de técnicos se valió del zebrafish, el pez cebra, que tiene una genética similar (70 por ciento) a la de los seres humanos.

Lo que encontraron fue que incluso en dosis ínfimas, de hasta una trigésima parte de los límites fijados por la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria (Anvisa), la totalidad de los productos analizados eran gravemente nocivos para la salud del pez cebra.

“Cuando no mataban, causaban anomalías, lo cual es sumamente preocupante”, dijo por entonces Lopes Ferreira.

No fue sorprendente, visto que decenas de estudios independientes, algunos de ellos realizados por organismos de las Naciones Unidas, como la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC), han llegado a conclusiones similares, fundamentalmente en relación al glifosato.

Pero tampoco fue sorprendente la reacción de representantes del poder político en Brasil, uno de los países del mundo en que los agrotóxicos se usan con menos restricciones: el equipo a cargo de la investigación fue sometido a todo tipo de atropellos que culminaron con la suspensión de su directora el mes pasado.

El estudio fue descalificado tanto por la ministra de Agricultura del gobierno de Jair Bolsonaro, Tereza Cristina, como por el director de la Anvisa Renato Porto y el ex secretario de Agricultura y Medio Ambiente del estado de Sao Paulo Xico Graziano y por las propias autoridades del Instituto Butantan.

Contraofensiva

Este último decidió a fines de setiembre prohibir a Lopes que presente cualquier proyecto de investigación durante los próximos seis meses y que de ahora en adelante todo estudio que se realice en el instituto o todo curso que se imparta deberán ser sometidos previamente a una comisión de ética.

Por el momento la sanción a Lopes está en suspenso: el Tribunal de Justicia de Sao Paulo consideró que la investigadora no tuvo oportunidad de defenderse de las acusaciones que se le formularon.

Pero a corto o mediano plazo la punición será aplicada. Y si no es así, la persecución no cesará.

Es lo que les ha pasado a los científicos de esta parte del mundo (y no sólo) cuando osan enfrentarse a las instituciones –públicas o privadas- que reproducen los intereses de las grandes transnacionales.

Le pasó, en otro de los ejes del corazón sojero latinoamericano, Argentina, a un biólogo molecular como Andrés Carrasco, que fuera director del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) en su país.

En 2009, cuando era jefe del Laboratorio de Embriología Molecular de la Universidad de Buenos Aires, Carrasco lideró un estudio en anfibios sobre los efectos del glifosato que arrojó conclusiones aterradoras.

Desde entonces, el investigador pasó lo esencial de su tiempo denunciando a nivel nacional e internacional los efectos del agrotóxico en la salud humana y el ambiente basándose en los cientos y cientos de casos de cáncer, malformaciones y otras enfermedades que se multiplicaban en las regiones argentinas fumigadas con glifosato y que no encontraban explicación.

O peor aún: las “explicaciones” que daban a esos casos la mayor parte de los médicos de las zonas contaminadas a sueldo de instituciones locales eran meramente circunstanciales. O no daban ninguna: que justamente allí ciertos tipos de cáncer, las malformaciones de fetos, las intoxicaciones fueran muy superiores a la medida nacional obedecía a alguna insondable voluntad divina, llegó a decir un médico.

Carrasco recorrió palmo a palmo las provincias afectadas y fue desatando tramas de complicidades que involucraban a las empresas responsables de las contaminaciones, al poder político local y nacional, a universidades y a médicos que para no perder su trabajo en zonas donde esas compañías son casi que el único gran empleador privado preferían repetir el verso o callar.

Acosen al denunciante

Incontables “visitas” de funcionarios de la transnacional Monsanto, fabricante del glifosato, sufrió el científico; su laboratorio fue atacado por “desconocidos” y sobre todo fue sometido a una campaña descomunal destinada a desacreditarlo.

Los grupos de vecinos de barrios fumigados lo siguen considerando aún poco menos que un redentor, pero buena parte de sus pares le hicieron el vacío. A los pocos años murió.

Los Monsanto Papers, una serie de investigaciones periodísticas iniciadas en Francia a partir de documentación interna de la compañía hoy propiedad de la transnacional alemana Bayer, reveló que esas prácticas de desprestigio a los científicos críticos eran habituales y minuciosamente planificadas, al igual que las presiones y operaciones de compra de periodistas, políticos, técnicos.

Lo siguen siendo, porque las revelaciones continúan y demuestran su permanencia en el tiempo.

Mónica Lopes Ferreira es, muy probablemente, una de sus víctimas actuales en este granero sojero del mundo en el que la desprotección que padece gente como ella es patente.