SOCIEDAD

Causa noble con malos defensores

En ocasiones las causas más nobles suelen ser encabezadas por personas que no están a la altura de ellas, ya sea porque las utilizan en beneficio propio o las surfean para desviarlas en otras direcciones.

Cuando algo así sucede, cuando personas nefastas o mediocres parasitan las buenas causas, aniquilan la magia contagiosa que les dio vida para arrastrarlas por el lodo del desprestigio.

Creen que la gente común no está a la altura de ellos, que no percibirán la trampa; enfundados en una soberbia sin límites no pueden entender que la gente sabe, recuerda y entiende.

Algo así puede haber sucedido con el referendo del 2 de octubre que debía sellar, con clamor ciudadano, los acuerdos firmados entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC en La Habana.

Casi cuatro años negociando a puertas cerradas, de espaldas al país, en un ejercicio de elites que reprodujo las malas artes de la política criolla, que incitaba a las oligarquías a abrochar acuerdos bien lejos de las multitudes.

De Santos y de los suyos no se podía esperar algo diferente. Su apellido recorre las altas cumbres de la política colombiana desde los albores de la república.

El presidente pertenece a esa rancia oligarquía que siempre apuntó sus armas contra los de abajo. La misma que traicionó a Simón Bolívar y atizó a la soldadesca contra los huelguistas de la United Fruit, en 1928, que se saldó con la muerte de 1.800 trabajadores, una de las peores matanzas que recuerda un continente tapizado de víctimas.

Santos fue premiado con el Nobel de la Paz pese a haber sido responsable directo, como ministro de Defensa de Álvaro Uribe, de los “falsos positivos”, del asesinato de civiles inocentes para hacerlos pasar como guerrilleros muertos en combate y cobrar así recompensas.

Aunque murieron miles de personas producto de esa masacre, no hay militares encausados y su comandante recibe un galardón de la academia noruega.

De Timoleón Jiménez, “Timochenko”, y de los suyos, cabía esperar una actitud diferente.

La inmensa mayoría de los guerrilleros fueron trabajadores, campesinos y estudiantes. Los más veteranos –como “Tirofijo”, Pedro Antonio Marín– sufrieron en carne propia la violencia descerrajada por la oligarquía desde el 9 de abril de 1948, cuando el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán marcó el comienzo de la guerra civil más larga en la historia de América Latina.

Aunque son portadores de biografías antagónicas, ya que las FARC nacieron de las autodefensas campesinas que ponían límites a la violencia de los hacendados, Santos y Timochenko enseñaron un punto en común: la soberbia.

Soberbia y “superioridad moral”
Muy lejos de la vereda y el barrio

No quisieron aceptar el amplio rechazo que suscitan entre los colombianos. El presidente por su gestión actual, por la pasada y por la propia historia familiar. Su bajísimo nivel de aceptación fue un lastre denso en el referendo por la paz.

Estaba tan convencido de su superioridad, que cuando fue cuestionado por la pregunta que sometió a votación, respondió con un estilo de clase inconfundible: “El presidente tiene la facultad de redactar la pregunta que le dé la gana”.

En el acto de Cartagena donde se rubricó la paz días antes del referendo, en el momento en que muchos colombianos podían ver por vez primera a los guerrilleros, éstos mostraron, cuando menos, un perfil de superioridad moral.

Timochenko se mostró como un ganador y en ningún momento se le ocurrió pedir perdón por las víctimas inocentes que cargan también las FARC en sus alforjas.

La sociedad colombiana sólo los conoce a través de la propaganda negativa y artera de sus enemigos, por lo que debían tener algún gesto de humildad.

Uribe es mucho peor. Hace política para los paramilitares, con quienes mantiene una alianza estrecha desde que la “desmovilización” que propició en su gobierno (2002-2010) les abrió las alamedas de la impunidad.

Sólo un puñado fueron procesados por la justicia; los demás siguen armados y sus negocios sucios legalizados. La escritora Laura Restrepo lo retrata como un personaje burdo y violento, “con su incitación al odio y su cantinela revenida del anticomunismo y el antichavismo”.

La campaña del No escarbó en las múltiples heridas que deja medio siglo de guerra, consiguió entrar en el país profundo, agitando el fantasma de un “gobierno de las FARC” y de la disolución de la familia.

En este tema, contó con el respaldo de los evangélicos, recostados en las miles de “iglesias de garaje” que crecen como hongos. Hoy superan las 5.000 –desde las muy pequeñas y barriales hasta los grandes templos millonarios-  y a ellas cada semana acuden hasta diez millones de colombianos.

No debemos olvidar que la destitución de Dilma Rousseff en Brasil fue posible, entre otras razones, porque los evangélicos le quitaron su apoyo al gobierno del PT.

La campaña del Sí a la paz nunca consiguió mostrar cómo sería el posconflicto. Pero sabemos que se apoyará en la minería a gran escala, o sea en el desplazamiento forzado de comunidades enterasen un país donde la guerra dejó siete millones de refugiados, un 10 por ciento de todos los refugiados del mundo.

Quizá por eso otro escritor, William Ospina, recordó que en Colombia, “como siempre, no se llama a la gente a construir la paz sino a aprobar la paz que los expertos diseñan bien lejos de la vereda y del barrio”.

Y recordó que la “ceremonia VIP” de Cartagena estuvo diseñada para la prensa internacional, dejando fuera a los pobres de la ciudad más elitista de Colombia y a los comunicadores nacionales.

Lo que está viniendo es bien complejo. Uribe reclama cambios a lo firmado que se resumen en castigos a los dirigentes guerrilleros, estableciendo una diferencia injustificable con el trato dado a los paramilitares.

Es evidente que el ex presidente es el gran vencedor y Santos el gran derrotado.

Sin embargo, como cada quien apuesta a la ventaja personal, uno y otro irán acomodándose a sus privilegios. Santos ya tiene el Nobel. Uribe puede conformarse con evitar la extradición a Estados Unidos por su vieja connivencia con el narco.

En el medio quedan los colombianos, que saben que este es un momento más que delicado.

“Un proceso de paz abortado”, escribe Restrepo desde su experiencia negociadora en los años noventa, “con la consiguiente situación ambigua entre legalidad y clandestinidad, pone en alto riesgo la vida de quienes han participado en las negociaciones con nombre propio y a cara descubierta”.

Una situación incierta, propicia para los oportunistas armados que han sembrado de muerte la historia de Colombia.