Estamos ante dos tendencias contrapuestas, que perfilan un período convulsionado pero, a la vez, lleno de esperanzas libertarias. Por arriba no hubo buenas noticias.
La profundización del ajuste de Mauricio Macri con su secuela de empobrecimiento y desocupación; una crisis venezolana que no toca fondo, empuja a cientos de miles a la emigración forzada y sigue llenando los bolsillos de la boliburguesía; Centroamérica se sigue desangrando entre el extractivismo y las pandillas criminales, sin salida aparente en el corto plazo.
Del matrimonio Daniel Ortega–Rosario Murillo hemos hablado y despotricado lo suficiente. Lo más doloroso fue, y sigue siendo, la actitud de las izquierdas mayoritarias, para las que sólo cuenta el poder estatal.
En ese lodazal perdieron la ética y cada día se parecen más a las derechas. No tiene el menor sentido seguir discutiendo con ellas, porque estamos en sintonías diferentes; no sólo no nos entendemos sino que ni siquiera podemos escucharnos.
El inminente gobierno de Jair Bolsonaro es una prueba de fuego para los movimientos populares.
Cuando todo está perdido, sólo queda levantar la mirada hacia el horizonte, para trazar planes de largo aliento y trabajar como las hormigas –fuera de los focos mediáticos- para recuperar identidad y dignidad.
¿Qué sentido tiene seguirse haciendo trampas cuando ya hemos perdido la credibilidad? No hay atajos. Debemos limpiar la casa a fondo, tirar los enseres inservibles y quedarnos con lo poco valioso que tenemos. No hay dignidad sin austeridad.
El giro a la derecha, que comenzó hacia 2013 en toda la región, no es una mera coyuntura sino todo un período histórico. Una década como mínimo. El tiempo que tiene por delante Bolsonaro para gobernar y ser reelecto.
Sin duda habrá desgastes, pero esos no llegan de la noche a la mañana sino que se cocinan a fuego lento, atizados por la movilización social y la crítica, que cuando es verdadera camina pareja con la autocrítica.
Un detalle mayor: ¿tiene sentido el retorno de los progresismos al gobierno para seguir aplicando el mismo modelo extractivo que nos llevó al fracaso? ¿Para administrar lo existente: la soja, la forestación, los monocultivos, la minería y las obras de infraestructura que sólo benefician al capital financiero?
Algunos quieren creer que el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en México pone un freno al neoliberalismo. Todo lo contrario. Como Lula en Brasil, AMLO ya empezó a profundizar el modelo con la construcción del Tren Maya, sin cumplir siquiera con el requisito de consulta a los pueblos que estipula el artículo 169 de la OIT.
Los gobiernos de Lula hicieron obras como la represa de Belo Monte, que ni siquiera la dictadura militar había podido hacer, porque compró y cooptó dirigencias sociales.
AMLO está en la misma. Empieza obras que ni el neoliberalismo más feroz pudo encarar, porque se reviste con los ritos indígenas (pedirle permiso a la Madre Tierra) para lubricar el modelo que los extermina.
¿Habrá alguna actitud más perversa que ésa? Es la misma lógica del que enarbola discursos de izquierda para favorecer a la derecha, como vienen haciendo los progresistas allí donde han logrado encaramarse a la cima del Estado.
Dejemos las sombras y viajemos a las luces. Vale centrarse en el escenario de abajo, porque los cambios de verdad, los que impactan la vida colectiva y las familias, son aquellos que nacen en la vida cotidiana y se van expandiendo gradualmente.
Habrá un antes y un después de estos feminismos que todo lo están cambiando de lugar.
Impresiona esa multitud de mujeres de 14 y 15 años que arrasan con su energía desbordante. Impresiona la potencia de los encuentros nacionales de mujeres que reúnen decenas de miles en cientos de talleres, donde debaten en profundidad los temas decididos en común, sin jerarquías, ni caudillismos, ni aparatos.
Entusiasma la diversidad de feminismos, desde el que encaran las actrices hartas de abusos hasta los feminismos plebeyos, populares, comunitarios y negros que han convertido la diversidad y la diferencia en impulsos anti-patriarcales.
Feminismos que confluyen con las creaciones de los pueblos originarios. Como el Primer Encuentro Internacional de Mujeres que Luchan, realizado en marzo en el caracol Morelia (Chiapas), convocado por las zapatistas y al que acudieron miles de mujeres de todo el mundo.
Ellas se definen como antipatriarcales y anticapitalistas, y consideran que no se pueden separar ambas luchas porque el sistema se apoya en la opresión de las mujeres para perpetuarse.
Las mujeres mapuche, con su milenaria dignidad y empecinada determinación, nos enseñan a anudar también el anti-colonialismo y la denuncia del racismo.
Son las dos patas en la que se apoya el capitalismo (patriarcado y colonialismo), que nos imponen luchar juntos aunque haya también espacios separados.
Este año que termina pude asistir, por vez primera, a un encuentro de varones indígenas antipatriarcales, en México, donde los jóvenes pudieron explicar cómo sus mayores suelen retirarse de las tareas comunitarias cuando las mujeres asumen responsabilidades.
Una forma de machismo que parece desear que ellas fracasen para confirmarse como imprescindibles.
Cuentan desde Brasil que el Movimiento Sin Tierra (MST) está viviendo hondas transformaciones en los asentamientos, de la mano del activismo de las mujeres y de los colectivos LGBT. Cambios que refuerzan el lado antisistémico de los movimientos.
La imagen de este año tremendo es doble. Por arriba la derecha arrasa, aún cuando gobiernen los progresismos, porque los vientos soplan en esa dirección.
Por abajo y a la izquierda, donde nos situamos, asoman cosas nuevas que están transformando el mundo. Sólo hace falta dejar de mirar hacia arriba, que es la peor forma de mirar.