Los sorprendió a todos: a los chiapanecos, acostumbrados al paso de sus vecinos centroamericanos; a los integrantes de organizaciones que luchan por el derecho a la movilidad transfronteriza; a las autoridades mexicanas, que no atinaron a dar una respuesta adecuada.
Lo que comenzó siendo una “caravana de migrantes” más, se transformó en un éxodo.
No hay números oficiales, pero según pudo saber esta cronista, en el gobierno local se estima que en tres días unas 2.500 personas solicitaron asilo en México.
Otras 7 mil entraron irregularmente por el río Suchiate –como han hecho inmigrantes durante décadas–, sin mucho más que la voluntad de conseguir un poco de aire allá en el norte que les permita sobrevivir junto a sus hijos (en esta caravana también viajan niños).
El fenómeno migratorio del que hablan medios de todo el mundo en este momento no es una caravana de migrantes como las que suelen cruzar México, que son organizadas con el fin de visibilizar una reivindicación política, como la que en marzo pasado logró llevar a dos centenas de migrantes a presentarse ante las autoridades estadounidenses.
Se trata de un movimiento que fue creciendo como una bola de nieve con la difusión de su anuncio en Facebook y en la televisión. La mayoría de estos migrantes no había salido nunca antes de Honduras, aunque llevaban tiempo masticando la idea.
La noticia de que una caravana que se dirigía hacia el norte lograba tumbar las fronteras con su masividad fue lo que los decidió a sumarse.
El viernes 19 de octubre llegaron a un puente que une México y Guatemala –una zona donde hasta entonces se permitía la entrada de migrantes desde el sur, aunque de manera irregular, porque a los centroamericanos México les exige visa para ingresar– tropas de la Policía Federal y la Gendarmería para apoyar al Instituto Nacional de Migración (INM) mexicano.
La “gran escena” que Brecha pudo observar ese día –y que los medios locales describieron con variantes del titular “Centroamericanos violentan la frontera”– fue la señal de un cambio en la política migratoria mexicana.
Mientras esto sucedía en el sureste, en Ciudad de México el canciller Luis Videgaray sostenía en una rueda de prensa que quien quisiera entrar al país debería respetar sus leyes y su soberanía.
Acto seguido, el jefe de la diplomacia mexicana le dio la palabra a su par estadounidense, Mike Pompeo, quien felicitó a México por ser un país soberano en su política exterior.
El gobierno de Donald Trump ha propuesto varias veces que México adopte una política que absorba a todos los solicitantes de refugio que llegan desde el sur y atraviesan su territorio.
Formalmente esto podría hacerse a través de un acuerdo del tipo “tercer país seguro”, que implicaría que México fuera el “país seguro” que procesara las solicitudes de asilo.
Las autoridades del próximo gobierno de Andrés Manuel López Obrador han dicho que descartan aceptar esta política (y según información diplomática a la que accedió Amnistía Internacional, esta propuesta concreta ya no está sobre la mesa).
No obstante, en los hechos, el gobierno electo propone que sean los centroamericanos quienes “trabajen” en los futuros megaproyectos que son la piedra angular de su gobierno y que se pretende instalar en el sureste mexicano, incluso en la zona de la selva Lacandona, donde están las comunidades zapatistas.
La principal preocupación del actual gobierno estadounidense –y que también lo fue para la administración de Barack Obama– ha sido reducir la cantidad de gente que llega a su frontera con México.
Un paso importante en este sentido se dio con la implementación del Programa Frontera Sur (parte de la Iniciativa Mérida de guerra contra las drogas), que financió la militarización de la ruta del tren de carga conocido como la “Bestia” para impedir que los migrantes se trepen a su techo, como suelen hacer para recorrer los 3 mil kilómetros entre las fronteras sur y norte de México.
El flujo de migrantes fue descendiendo y en 2016 alcanzó mínimos que no se habían conocido desde la década de 1970 (según los datos históricos de detenciones publicados por la Customs and Border Patrol, CBP, la autoridad fronteriza gringa), pero no se detuvo.
La migración se volvió aún más clandestina, obligada a abrirse camino por la tupida selva mesoamericana, donde enfrenta los machetes de los asaltantes del camino.
Mientras que hasta entonces los toleraban, desde fines de 2014 las autoridades migratorias mexicanas comenzaron a perseguir y “asegurar” a todos los que encontraban sin papeles en su territorio.
En este contexto, la formación de grandes grupos de migrantes que viajan juntos se convirtió en una defensa contra las redadas de la “migra” mexicana.
Cuando la enorme caravana de emigrantes hondureños llegó a la ciudad fronteriza de Tecún Umán, en Guatemala, el viernes pasado, se encontró con una valla que le impedía el paso. La derribó y tomó el puente para mostrar su capacidad.
Sin embargo, los migrantes todavía no habían entrado en territorio mexicano.
La Policía Federal de este país decidió cerrar la valla de su lado y dejar a la gente varada en el puente.
Era mediodía y el termómetro marcaba 29 grados. Allí deberían esperar quienes querían entrar a México de manera legal.
Una tercera parte de ellos sí esperó, pero el grueso empezó a tirarse desde el puente al río, donde los balseros que operan el cruce de manera artesanal, con unas pértigas largas que les sirven para manejar unas precarias embarcaciones, organizaron el verdadero paso fronterizo.
La cruzada salía 25 pesos mexicanos o diez quetzales. Hacia el final de la tarde, muchos lo hicieron gratis.
Los migrantes que se bajaron del puente se fueron concentrando en Ciudad Hidalgo, frontera del lado mexicano, hasta que a las 4 de la mañana del domingo 21 salieron caminando para recorrer los 40 quilómetros que los separaban de la ciudad mexicana de Tapachula.
Aquellos que se habían quedado esperando en el puente fueron trasladados a un predio que el INM tuvo que anexar a la colmada estación migratoria tipo siglo XXI de Tapachula.
En un terreno pelado deberán permanecer recluidos durante el tiempo que a la Comisión Mexicana del Refugiado (COMAR) le lleve analizar si les da o no permiso de estadía en México.
Como las dependencias de la COMAR resultaron dañadas con el sismo del 19 setiembre de 2017, eliminó los plazos regulares que tenía para dar respuesta (45 días), y viene postergando la resolución de más de la mitad de las 14 mil solicitudes que recibió durante 2017, una cifra inédita, ya que hasta 2013 no superaban las 2 mil por año.
La reclusión de los migrantes hondureños durará todo el tiempo que se retrasen las decisiones de la COMAR.
Esta camada de migrantes hondureños no tiene autobuses para trasladarse, como tuvieron las caravanas anteriores.
Mucho menos ha logrado conseguir que las autoridades le brinden de manera colectiva los permisos que les garanticen a los migrantes un tránsito seguro por México.
Hasta el momento en que se escriben estas líneas en los dos trayectos que han hecho caminando y a dedo –40 kilómetros hasta Tapachula y otros 20 más hasta Huixtla– no fueron perturbados por la policía ni por las autoridades migratorias.
Eso no significa que estén fuera de peligro. El lunes 29, sobre la ruta 200, que va hasta Arriaga, un hondureño veinteañero murió cuando cayó del camión que lo llevaba en la caja y fue arrollado por los autos que venían detrás.
Extraoficialmente pudo saberse que el gobierno chiapaneco, a cargo de Manuel Velazco (el nuevo protegido de Andrés López Obrador que antes integraba el derechista Partido Verde), dio la orden de no reprimir a la caravana mientras esté dentro del territorio chiapaneco.
No se sabe qué pasará cuando crucen a Oaxaca o cuando decidan “ponchar” la Bestia (tomar el tren, frenándolo al desconectar las mangueras de la locomotora) para acelerar el camino al norte.
Mientras tanto, verlos estruja la panza. Hay cientos de bebés en brazos. Familias enteras. Como si hubieran salido de Alepo. La diferencia es que nacieron en lugares como Ocotepeque o San Pedro Sula, la ciudad latina con el mayor índice de asesinatos por cantidad de habitantes.
No han recibido respuestas a la altura de la magnitud de su crisis.
En Tapachula los rumores dicen que hay otras dos caravanas rumbo a México, pero tampoco hay certeza en esto.
Mientras tanto, por el camino, los hondureños andan con la frente en alto, aceptando el agua helada que los chiapanecos salieron a ofrecerles en la ruta, haciendo brillar la solidaridad de quien entiende que la migración es algo que no tiene por qué detenerse.
La precariedad en la que estas miles de personas lo están haciendo demuestra el tamaño de su necesidad y de su sacrificio.
En México, Eliana Gilet
(Publicado en Brecha, Uruguay, 26-10-18. Convenio Brecha