“Me tiene preocupado que no estemos viendo la dimensión real de lo que pasa ahora mismo en Brasil, más allá de la detención de Lula y todos los episodios que rodearon ese verdadero culebrón”, comenzó diciendo a Brecha este investigador universitario.
“No nos estamos dando cuenta de la gravedad que tiene y de su relación con el contexto mundial. El arresto de Lula no produjo la reacción de masas que era dado esperar”.
“Se lo puede atribuir a muchos factores: a la intoxicación de los medios de comunicación, es decir a la propaganda del adversario, a la propia pérdida de peso del progresismo, pero esto último choca con el prestigio del propio Lula, su popularidad, muy pero muy superior a la de cualquier otro político brasileño. O a la desmovilización de la propia izquierda. Para mí se explica sobre todo por otra cosa”.
-A ver…
-Hay una restauración, una reconfiguración política conservadora en todo el planeta, que se da con particular fuerza en Estados Unidos, en gran parte de Europa, en América Latina. En esta región, Brasil está a la cabeza de esa restauración.
No es cualquier revolución conservadora: tiene perfiles autoritarios clarísimos, y apoyo popular.
Brasil ya fue vanguardia regional en 1964, cuando por allí empezaron los golpes de Estado.
La dictadura brasileña tuvo sus peculiaridades (Fidel Castro solía decir que fue de las pocas que invirtió en ciencia y tecnología y que defendió a las empresas públicas y que tuvo un proyecto industrializador) pero por otra parte operó como subgendarme regional y la doctrina de la seguridad nacional se aplicó por primera vez y con muchísima fuerza en Brasil.
Brasil ha sido a menudo un laboratorio de políticas que después se aplicaron en otras zonas del continente, aunque se las adaptara a las características de cada país. Estamos viendo recién el inicio de un proceso, que no va a quedar limitado a esa territorialidad.
-¿En qué consistiría esa revolución autoritaria con apoyo popular?
-En Brasil hay movimientos de masas conservadores muy fuertes, por lo general ligados a la defensa de “valores tradicionales”, como la familia, la religiosidad, hasta la “raza”.
Mirá lo que pasó con la filósofa feminista Judith Butler hace algunos meses cuando dio charlas sobre identidad de género. Hubo manifestaciones contra ella, la llamaron puerca, abortista, destructora de familias, la persiguieron hasta el aeropuerto. Fue impresionante.
Y observemos lo que sucede a nivel mucho más macro con los evangélicos. Tanto se han expandido que se han convertido en un producto de exportación.
La Iglesia Universal del Reino de Dios ha llegado hasta India, y en su país de origen tiene presencia política: decenas de diputados forman parte de la “bancada evangélica” y tienen partidos propios.
Lo que digo es que está tomando cuerpo un modelo cultural conservador con diferentes soportes: político, religioso, cultural, poblacional por llamarlo de alguna manera, con un apoyo popular relevante.
En Brasil, en octubre se viene muy probablemente un gobierno de derecha dura con amplios consensos. Hay que ver cuál será el peso político final de la ultraderecha que representa por ejemplo un Jair Bolsonaro, pero sin duda encarna una sensibilidad social muy fuerte que va a pesar en el plano parlamentario.
Bolsonaro es impresentable, es una bestia troglodita, pero por algo hoy los sondeos le dan casi un 20 por ciento, y su base es esencial para la conformación de este espacio conservador.
Donald Trump también es un troglodita ignorante, y está gobernando la principal potencia del mundo haciendo lo que dijo que iba a hacer y muchos decían que no podría aplicar.
Insisto en que no debemos hacernos ilusiones con que fenómenos como estos van a quedar contenidos en el territorio brasileño.
Van a desbordar hacia todos lados en América Latina. Y ya lo están haciendo.
¿Nos hubiéramos imaginado acaso hace diez, quince años, que en el muy laico Uruguay iba a haber diputados evangélicos? Pues ya son cinco, encabezados por Gerardo Amarilla, aquel que dijo que “la ley de Dios está por encima de la ley de la república”.
-En una entrevista anterior* sobre la situación en Brasil vinculabas esa revolución conservadora en marcha al fracaso cultural de las izquierdas, y hacías hincapié en que los gobiernos de la ola progresista regional no construyeron una alternativa de fondo.
– Años de gobiernos progresistas no lograron modificar las matrices culturales.
Los países cambiaron, sin duda: mejoraron los índices sociales, mucha gente salió de la pobreza, el salario real aumentó, pero eso no tiene continuidad si no hay una narrativa distinta, y cuando digo narrativa me refiero a políticas alternativas que vayan más allá de los paliativos.
Estos gobiernos no cambiaron ni siquiera la forma de encarar el desarrollo.
Aquí en Uruguay proyectos como los de megaminería no salieron porque no les resultaban rentables a quienes los impulsaban por el cambio de las condiciones del mercado, pero el Frente Amplio los promovió, de la misma manera que promueve la bancarización, le da poder a grandes empresas, etcétera, etcétera.
Los gobiernos progresistas llegaron después del desastre neoliberal, agarraron a los países socialmente deshechos y lograron muchas cosas, pero en la medida en que no se plantearon construir una sociedad distinta va a resultar muy difícil incluso preservar lo conquistado.
En Argentina, en Brasil, lo que se plantea ya en Ecuador va en el sentido de desarticular los avances realizados, aunque hayan sido limitados y no hayan superado ciertos techos ideológicos.
En Brasil las cosas se complican más por las características fuertemente clasistas, racistas del país. No en vano fue el último del continente en abolir la esclavitud.
El odio al pobre, al negro, al indígena de parte de la súper poderosa oligarquía brasileña no es pavada. Es un país extremadamente jerarquizado.
No es mentira que Lula sacó a 50 millones de brasileros de la extrema pobreza. El solo hecho de que esa gente pudiera alimentarse tres veces por día y sus hijos pudieran ir a la escuela, que accedieran a bienes que jamás imaginaron que podrían tener, fue una mini revolución.
Los niveles de miseria brasileños en Uruguay recién los conocimos en la crisis de 2001, y ni siquiera estoy seguro de que hayan sido parecidos.
En sus primeros gobiernos, el PT rescató de una literal esclavitud a decenas de miles de personas, sobre todo en el nordeste. De las formas más espantosas de esclavitud.
A los ricos brasileños les perturbó el hecho de que sus sirvientas quisieran estudiar porque ahora podían, que sus hijos se codearan con hijos de pobres en las universidades públicas, que son sin duda las mejores de América Latina. Responsabilizaron al PT de esa realidad.
-Aunque a ellos las políticas económicas concretas de los gobiernos petistas los hubieran favorecido.
-Sí, pero aun así eso les resultaba intolerable. Y jugó para que le largaran la mano al PT, sin duda. Más otros factores que fueron decisivos, por supuesto.
-¿Pensás que uno de esos factores fue una intervención exterior? ¿Creés que la caída de Lula fue pergeñada directa o indirectamente en el extranjero?
-Antes pensaba que no, en reacción a esa paranoia que tenemos en la izquierda latinoamericana de ver intervenciones y manipulaciones en todos lados.
Me cuido mucho de cualquier visión paranoica de la política, pero cuando uno se pone a analizar los hechos parece cada vez más evidente que hubo formas de intervención exterior, de esas que se dan ahora, no a través de acciones armadas.
No tengo las pruebas, por supuesto, de que Estados Unidos haya planificado o generado esta situación, pero es muy obvio que en el plano de la política internacional Brasil había jugado bajo los gobiernos del PT un papel importante como contrapeso a la hegemonía norteamericana no sólo a nivel latinoamericano sino global.
Junto a Cuba era el único país de esta región que mantenía activas relaciones con África.
Les perdonó la deuda a varios países africanos, se acercó a Sudáfrica, impulsó el grupo de los BRICS, reclamó la reforma de las Naciones Unidas para incorporarse como miembro permanente del Consejo de Seguridad, tenía fuertes vínculos con China, con Irán, con Turquía, con Rusia.
Por aquí, promovió la Unasur, apuntó a consolidar el Mercosur, favoreció la incorporación de Venezuela al bloque, se opuso a golpes.
En resumen, en términos geopolíticos estaba logrando posiciones cada vez más fuertes.
Toda esa dimensión desapareció tras la caída de Dilma, y Brasil volvió a ser un país subordinado que aplica al pie de la letra las políticas del FMI, comienza a privatizar empresas públicas, etcétera, etcétera. Y se ha constituido en una plataforma regional de esa revolución conservadora de la que hablaba antes.
-En el plano de las políticas económicas parece muy evidente que reformas impulsadas por Temer como la laboral, la de las pensiones y los recortes al gasto público seducen a gobiernos “empresaristas” como el de Mauricio Macri en Argentina o incluso al de Sebastián Piñera en un país como Chile que ya tuvo su propia “revolución conservadora”.
-Sí, sueñan con replicar esas políticas. Dependerá de las condiciones de cada uno que puedan hacerlo, pero es obvio que el Brasil de Temer los inspira y que con un gobierno así en el país más importante de la región tienen las manos más libres que antes.
Los gobiernos progresistas, a esos sectores empresariales por lo menos les ponían ciertos límites, habían fijado marcos de derechos que ahora se están borrando.
-Se suele afirmar en sectores de la izquierda que las derechas tomaron la bandera de la lucha contra la corrupción para volver al poder a falta de otras y que cuando no tenían pruebas concretas ideaban campañas, inventaban hechos o amplificaban otros. En esa lógica se inscribiría por ejemplo la defenestración de Lula.
-Ahí hay varios temas. Uno es el de la judicialización de la política, la entrada en liza de actores como los magistrados a partir de operativos de limpieza que afectan a todos los partidos, al estilo de Mani Pulite en Italia.
No olvidemos que durante el primer gobierno del PT, es decir el primer gobierno de Lula, muchísima gente fue a la cárcel por corrupción, y que también sucedió lo mismo en las gestiones de Dilma.
Yo estaba viviendo en Brasil en aquellos primeros tiempos de Lula y era diario el desfile de gente a la cárcel por problemas de corrupción.
Eso no quiere decir que no haya habido corrupción bajo las presidencias del PT. Claro que la hubo, y ese es otro de los temas centrales en esta problemática: el de la relación entre ética y política y cómo se sitúa la izquierda en ese terreno.
No olvidemos que estos gobiernos surgieron entre otras cosas a partir de demandas de radicalización de la democracia y de combate a la corrupción. Han sido mucho menos corruptos que los de derecha, mucho menos, pero el tema es que no deben serlo nada.
Existen mecanismos de control que se pueden utilizar, que no son en sí nada revolucionarios ni nuevos, a los que recién ahora se ha comenzado a recurrir.
Claramente este problema deriva también del tipo de vínculos que hicieron los progresismos con sectores empresariales.
Y hay otro asunto relacionado con los puntos anteriores: la complicada relación de los militantes de izquierda con el Estado, con el aparato del Estado.
Técnicos vinculados a los partidos comienzan a profesionalizarse, se separan del sentir de la gente. A medida que se van rodando en los gobiernos entran en una fase de autonomización.
Se perciben como técnicos, trabajan como técnicos y su objetivo pasa a ser durar en esa función. Se empiezan a generar actitudes corporativas o semicorporativas y a construir una lejanía, una ajenidad entre las dirigencias y las bases, entre los que dirigen y los que son dirigidos.
La propia razón técnica termina impidiendo elaborar un proyecto de cambio.
Vuelvo sobre el tema de que llama la atención que ni siquiera haya habido en estos gobiernos progresistas una elaboración de un discurso alternativo.
Y ahora que se viene la noche -porque se viene la noche- parece que no hubiera nada para decir.
Eso se vincula a lo que pasa en la universidad. En la academia parece haber una indiferencia generalizada que tiene que ver con la transformación del campo intelectual ocurrida en los últimos veinte años: se ha ido hacia una mercantilización del conocimiento, hacia el establecimiento de un modelo carrerista.
Es algo que tiene efectos políticos y sociales, y que se da en toda América Latina. Es muy triste. Hay gente pensando, pero se encuentra aislada.
Nota del Editor: Los intertítulos son de La Rel.
*En Radio Uruguay, programa “El Tungue Lé”.
Foto: FIC