“No puedo hacer como hacen otros…”
Era de esa escasa estirpe de científicos de primer nivel que considera que todo investigador debe asumir una “responsabilidad social, saber para qué y para quién investiga”.
Daniel Gatti
20 | 05 | 2014
Andrés Carrasco | Foto: mendozaopina.com
Fue el primero en denunciar, en 2009, los efectos sobre la salud del glifosato, “pilar del modelo agropecuario sojero aplicado en tantos países de América Latina”, según dijo Andrés Carrasco, ex presidente del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONICET) de Argentina, murió el fin de semana pasado, y su fallecimiento apenas motivó unas líneas en los principales medios de comunicación de su país.
Desde abril de 2009, cuando una investigación suya revelando los perjuicios del glifosato fuera portada del diario Página 12, a Andrés Carrasco le cambió la vida, cuenta en una crónica publicada por estos días Darío Aranda, el periodista que le ayudó a difundir su trabajo y se convirtió con el paso del tiempo en uno de sus más cercanos aliados.
Con más de treinta años de carrera encima, un pasado reciente de presidente del mayor órgano de ciencia de su país, el CONICET, un presente de director del Laboratorio de Embriología de la Universidad de Buenos Aires, experiencia docente en universidades de todo el mundo, decenas de artículos publicados, decidía por entonces dar un paso que prácticamente le cortaba cualquier posibilidad de evolución entre sus pares.
“Lo hago con total conciencia, porque no puedo guardar silencio ante lo que tengo entre manos. No puedo hacer como hacen otros”, diría en la época.
Carrasco acababa de probar en laboratorio lo que desde hacía tiempo organizaciones sociales, vecinos de pueblos fumigados, venían denunciando: que los productos utilizados para “tratar” las plantaciones transgénicas que ya pululaban en el campo argentino, fundamentalmente la soja, tenían efectos tóxicos.
El científico había logrado demostrarlo a partir de ensayos sobre anfibios: los embriones de esos animales expuestos al glifosato —el principio activo del herbicida más utilizado para tratar esos cultivos, el Roundup, producido por la transnacional Monsanto— habían presentado deformaciones de todo tipo.
Hasta entonces, Monsanto y otras empresas del agronegocio habían logrado imponer una leyenda dorada del glifosato, al que presentaban como inocuo, con respaldo de científicos connotados, sin que surgieran voces académicas contradictorias.
“Nada volvió a ser igual. Organizaciones sociales, campesinos, familias fumigadas y activistas tomaron el trabajo de Carrasco como una prueba de lo que vivían en el territorio”, dice Aranda.
Tampoco nada volvió a ser igual para el propio científico. A medida que se fue involucrando en denuncias cada vez más intensas, cada vez más precisas, del modelo agropecuario, y a participar en asambleas ciudadanas, coloquios científicos alternativos, manifestaciones, iniciativas de vecinos fumigados, comenzaron a hacerle la vida imposible.
Las primeras en lanzar la ofensiva, recuerda Aranda, fueron las empresas agroquímicas. “Abogados de Casafe (la asociación que reúne a las empresas fabricantes de agrotóxicos) llegaron hasta su laboratorio y lo patotearon”, lo amenazaron por teléfono, por correo.
En 2010, productores arroceros lo agredieron cuando hablaba en una escuela de la provincia de Chaco, ubicada en una zona frecuente y abundantemente fumigada.
Medios de comunicación, como los diarios Clarín y La Nación, cuyos suplementos rurales están financiados por las corporaciones del sector, intentaron desprestigiarlo.
Y lo mismo hizo el ministro de Ciencia de la época, Lino Barañao, que procuró desacreditarlo y que el CONICET lo sancionara.
La maniobra de Barañao no careció de torpeza. Entre la literatura que manejó para defenestrar a Carrasco figuraban documentos de la propia Monsanto y de científicos pagados por la empresa.
Un par de años después, en 2011, Wikileaks reveló documentos de la embajada de Estados Unidos que deban cuenta del espionaje realizado a Monsanto y dejaban en claro los lazos entre la representación diplomática y Monsanto.
Carrasco fue tomando con cada vez mayor “naturalidad” las persecuciones de que era objeto reiteradamente. Pero cada tanto se encendía, sobre todo contra sus colegas.
“Creen que pueden ensuciar fácilmente treinta años de carrera. Son hipócritas, cipayos de las corporaciones, pero tienen miedo.
Saben que no pueden tapar el sol con la mano. Hay pruebas científicas, y, sobre todo, hay centenares de pueblos que son la prueba viva de la emergencia sanitaria”, le dijo una vez a Aranda.
La última maniobra en su contra tuvo lugar a fines de 2013, cuando el CONICET le negó una promoción que él había solicitado tras una “evaluación” llevada a cabo por dos científicos absolutamente legos en su especializad y un tercero que era “parte de las empresas del agronegocio”, según el periodista.
“El CONICET está absolutamente consustanciado en legitimar todas la tecnología propuestas por corporaciones”, le dijo Carrasco en una entrevista que le concedió este año, y que sería la última.
Carrasco se apoyaba en camadas jóvenes de investigadores, particularmente de universidades que no dudaban en sumarse a las denuncias de las organizaciones sociales, como la de Río Cuarto, en Córdoba, o la de Ciencias Médicas de Rosario, en Santa Fe.
Esos jóvenes, decía, encarnaban el “futuro digno de la ciencia argentina”. Ambas universidades estuvieron junto a las Madres del Barrio Ituzaingó y a los asambleístas de Malvinas Argentinas, dos pequeñas localidades movilizadas contra las fumigaciones y contra “el modelo general representado por Monsanto”.
En Malvinas Argentinas, la transnacional pretendió —pretende aún— implantar una de sus plantas acopiadoras más grandes en el mundo.
Aranda dice que tiempo atrás Carrasco le comunicó que había descubierto “un nuevo veneno”, el glufosinato de amonio, que según afirmaba estaba destinado a reemplazar al ya quemado glifosato.
“El glufosinato en animales se ha revelado con efectos devastadores. En ratones produce convulsiones y muerte celular en el cerebro.
Con claros efectos teratogénicos (malformaciones en embriones). Todos indicios de un serio compromiso del desarrollo normal”, cita el periodista.
A Carrasco le sucedió algo similar a lo que ocurrido a otros científicos de diversas latitudes que se interpusieron el camino de científicos que, como decía, “pretenden hacer de sus disciplinas un saber neutro, puramente técnico, o, peor aún, comprometido con los intereses de empresas que los financian para que investiguen lo que ellas desean con los fines que ellas desean”.
Le pasó, por ejemplo, al francés Gilles Eric Seralini, un biólogo de primer nivel que llevó a cabo las primeras investigaciones independientes sobre cultivos transgénicos.
“Aun con todos los defectos de procedimiento que esas investigaciones hubieran podido tener, nunca se justificaba la demonización a la que fue sometido Seralini, las amenazas que sufrió, las presiones de empresas como Monsanto contra el gobierno francés para que no lo tomaran en cuenta, y la línea de ataque elegida por muchos colegas, que para contradecir a Seralini echaron mano a las investigaciones de técnicos de Monsanto o de laboratorios pagados por la compañía”, comentó en su momento Carrasco.
Aranda saludó “el legado” de Andrés Carrasco viendo en él a “un referente hereje de la ciencia argentina”.
“No tendrá despedidas en grandes medios, no habrá palabras de ocasión de funcionarios ni actos en instituciones académicas.
Él optó por otro camino: cuestionar un modelo de corporaciones y gobiernos, y decidió caminar junto a campesinos, madres fumigadas, pueblos en lucha”.