AGRICULTURA

El paro agrario y el nuevo ataque a la industria

Los impactos de los TLCs

El paro agrario
y el nuevo ataque a la industria
Los impactos de los TLCs
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Foto: Gerardo Iglesias.
El reciente paro de Dignidad Agraria hizo que volviera a hablarse de la pésima situación del agro, problema que ya ni el gobierno se atreve a negar, por lo menos de dientes para afuera.
El gobierno pone el énfasis en lo “mucho” que ha hecho mientras oculta sus graves incumplimientos, niega el libre comercio como causa clave del desastre, difama a los líderes de la protesta y reprime a quienes se movilizan como única forma de hacer visible su tragedia y buscar soluciones.
 
Hasta ridículo resultó ver a los ministros del Interior y Agricultura sindicando de “político” el reclamo, como si ellos no fueran voceros de partidos políticos y no tuvieran entre sus funciones repartir la mermelada reeleccionista, descaro al que se sumó la irresponsable soberbia con la que Lizarralde suspendió durante varios días, en la mitad del paro, el diálogo con las Dignidades.
 
Esta catástrofe del campo se remonta al gobierno de César Gaviria, quien lo golpeó de las distintas maneras que aún lo hacen inviable, a no ser que se derrote la Alianza del Pacífico, se renegocien los TLC y se modifiquen las políticas neoliberales del Consenso de Washington*, también aplicadas por Samper, Pastrana, Uribe y Santos.
 
Cinco lustros de políticas antiagrarias tienen como objetivo inconfesable reemplazar el trabajo nacional por el extranjero, para darles salida a los llamados “excedentes” de las potencias y servirles a las trasnacionales de la producción y el comercio agrícola.
 
Entonces, con una mano, los gobiernos les han hecho más costosa la producción a los campesinos, indígenas y empresarios colombianos –menos créditos y más caros, insumos a precios prohibitivos, combustibles y electricidad de los más caros del mundo, pésimas vías y altos fletes, muy escasa asistencia técnica y cero respaldo científico– y con la otra, les imponen competir con bienes extranjeros altamente subsidiados, que se importan sin aranceles o con unos muy bajos.
 
Y esta ecuación perversa la rematan eliminando los precios de sustentación, con lo que los intermediarios compran los productos agrícolas al precio que les antoja.
 
Mención aparte merecen el contrabando y la revaluación del peso, prácticas que también hacen parte del libre comercio.
 
¡A cinco lustros de la apertura y a sabiendas de que la globalización neoliberal les otorga patente de corso a los contrabandistas!, el director de la Dian confesó que el Estado no tiene instrumentos legales para perseguir los millones de toneladas ilegales que pasan por las barbas de las autoridades y también enriquecen en la economía legal.
 
Y la apreciación del peso se origina en la devaluación del dólar decidida por el gobierno de Estados Unidos –para exportar más e importar menos–, así como por la determinación neoliberal de aumentar la deuda externa y la inversión foránea en Colombia, incluida la abiertamente especulativa, para poder sostener una cuenta corriente inevitable y crecientemente negativa, que a la postre debe hundir la economía.
 
De otra parte, el santismo sigue con la intención de darle en la Comisión II de la Cámara el penúltimo debate al TLC con Corea, que provocará una hecatombe en la industria y en el empleo, luego de que este sector sufriera durante lustros, incluso más que el agro, por la decisión de sustituir el trabajo propio por el ajeno.
 
Nadie pone en duda las enormes desventajas de la industria instalada en el país frente a la coreana, que disfruta de fuertes subsidios y de tecnologías como las de Estados Unidos, pero con salarios menores que los gringos.
 
¿Cómo justifica el gobierno semejante despropósito, si no puede dar las verdaderas razones?
 
Con la falacia de afirmar que lo que se pierda en industria se ganará en exportaciones agropecuarias, por lo que inflan las posibilidades nacionales. El mismo cuento desde hace dos décadas y media.
 
Porque si bien las importaciones agrarias coreanas son de cierta importancia –veinte mil millones de dólares–, no están ahí a la espera de que los colombianos lleguen a coparlas.
 
¡Ya tienen dueño! Y sus dueños son nada menos que las grandes potencias agrícolas: Estados Unidos, Unión Europea, China, Nueva Zelanda, Malasia, Tailandia, Brasil y Argentina, es decir, países más competitivos que Colombia.
 
Que expliquen por qué si no se logra competir con ellos aquí, sí se podrá hacerlo al otro lado del mundo.
 
Y es obvio que si crece el desempleo industrial, se les reduce el mercado a los productores agropecuarios nacionales, que tienen las ventas internas como las principales.