500 años de querella y 100 años de soledad
Carlos Amorín
17 | 12 | 2024
Foto: Gerardo Iglesias
Se está exhibiendo en una plataforma global una serie basada en la novela “Cien años de soledad” del Premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez. No es mi pretensión aquí analizarla o juzgarla desde el punto de vista artístico, técnico o literario, sino compartir algunas de las sensaciones que me causaron su visionado¹.
La primera vez que leí esta novela yo tenía 16 años. Me dio mucho trabajo seguirle la trama, entrar y salir de su laberinto de tiempo, magia y realidad, pero aún sin haberla comprendido cabalmente, supe que en mis lecturas, y en parte de mi vida, habría un antes y un después de Cien años de soledad.
En esos mismos días montevideanos, tendido en mi cama durante una tarde de verano escuché por la radio, íntegra y sin anestesia, la Cantata de Santa María de Iquique, de los chilenos Luis Advis y Quilapayún. Ésta sí la entendí, entre lágrimas, esperando que el desenlace de aquella huelga salitrera que se narraba por la emisora y olía a muerte terminara bien. Pero no fue así. Ambas obras me calaron el alma, y juntas desataron un vendaval que me habita hasta hoy.
Afuera el mundo comenzaba a arder. Los jóvenes de mi generación ganaban espacio de expresión política fuera de las instituciones, de los partidos, de los medios: salimos a las calles, a enfrentar palos y balas por lo que era justo, por la libertad, por un futuro de equidad, tras el sueño de una Revolución.
Han pasado 55 años y, en líneas generales, casi todos y todas saben qué ocurrió desde entonces: la Revolución fue asesinada, desaparecida, encarcelada, exiliada, en fin, diezmada.
Las generaciones más jóvenes tienen dificultades para comprender y aceptar la opción de la lucha armada de entonces, de la violencia como herramienta política, y tal vez les asista razón, aunque poca.
El mundo ha cambiado. Ahora la mayor utopía de la izquierda es ganar elecciones para bajar el porcentaje de pobreza, aumentar la velocidad de internet, extender la cobertura de salud muy muy muy básica a más personas, igual que la educación de medio pelo y combatir esencialmente el microtráfico de drogas.
nunca podrá volver a cerrarlos
Los que aún pensamos que aquellos objetivos de la Revolución siguen esperando, llamando desde los campos y las fábricas, en los poblados y las minas, en las filas del desempleo y los asentamientos precarios regenteados por el miedo y la miseria, en las aulas y donde quiera que se reúnan jóvenes conscientes, ésos somos pocos y casi todos nos hemos llamado a silencio, por lo menos en público. Mi generación atraviesa desde hace un tiempo largo sus años de soledad.
Por eso visionar esta serie me ha lanzado al reencuentro con el espíritu de la utopía que nos animó en “los 60”, y soy consciente de que esta expresión suena hoy a palabrota política.
Regreso a mi casa de adolescencia, a aquel verano en que descubrí la magia y la espiritualidad de América Latina y su crisol de etnias y culturas, y la impunidad del asesinato de quienes luchan por una vida con derechos reales y justicia.
Llego al último capítulo de la serie. Úrsula Iguarán, la mujer-madre de todo lo que existe y prospera visita a su hijo en prisión, el coronel Aureliano Buendía condenado a una muerte que no llegaría. Evoca en el rostro de su hijo, curtido por años de guerra y privaciones, al de aquel niño que todo lo observaba en silencio.
─Naciste con los ojos muy abiertos… y una curiosidad sin asombro ─dice Úrsula.
Pausé la serie para poder llorar sin ansiedad, tratando de entender qué me estaba pasando. Y sentí que esos ojos muy abiertos, y esa curiosidad sin asombro, sin límites, que todo lo podía admitir y creer posible era la enciclopedia de mi generación, y resumía el hálito de nuestra Revolución, la que aún espera nuestra América Latina, ojalá sin la oscuridad de guerras y violencia, aunque, seguro, no sin lucha.
Entro al Macondo de hoy, a nuestro continente aún juvenil intentando escribir con mano inexperta, algo desmañada, pero de trazo firme, su propia historia.
Diezmados, viejos y cansados, a los que quedamos ya solo nos compete seguir acompañando esta carreta desvencijada, rechinante, pero que aún rueda, y lleva en su caja una utopía amarilla como una flor.
—Quién sabe, tal vez no seamos tan pocos, ni tan viejos, ni tan cansados —pienso.
Quién me entiende.