El jueves 23 hubo una nueva gran jornada de movilización, la novena desde comienzos de enero, y otra vez una multitud salió a las calles y se enfrentó con la policía. Hubo ataques a edificios gubernamentales, barricadas, y la represión volvió a ser brutal.

El gobierno dirigido por la primera ministra Elisabeth Borne debió recurrir la semana pasada a un procedimiento que le permite adoptar una ley por decreto sin pasar por el parlamento para que entre en vigor la norma.

De inmediato distintos sectores de oposición presentaron mociones de censura contra el texto. Ambas fueron sometidas a votación el lunes. Una de ellas estuvo a punto de ser aprobada: apenas le faltaron nueve votos. De haber sido adoptada, tanto la ley como el gobierno de Borne hubieran caído.

No hubiera caído el presidente Emmanuel Macron, pero hubiera salido extremadamente debilitado. De hecho, ya lo está: parte de sus aliados lo abandonaron en la votación parlamentaria, e incluso en su núcleo duro hay quienes encuentran que el presidente está yendo demasiado lejos en su elitismo y su desprecio por la gente movilizada.

Las manifestaciones de estos dos últimos meses contra la reforma jubilatoria han sido las que más gente han reunido en Francia al menos en los últimos treinta años.

Este mes, en una de las jornadas de protesta convocadas por las ocho centrales sindicales, otras organizaciones sociales y el conjunto de la izquierda más de 3,5 millones de personas salieron a las calles en todo el país.

Sondeos coincidentes muestran que la reforma es rechazada por siete de cada diez franceses.

Macron y el gobierno están empeñados en seguir adelante con su proyecto a como dé lugar. Y los sindicatos y el movimiento popular a tratar de impedir que se aplique.

La pulseada continuará.