Por primera vez, el fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez, reconoció que existe “sistematicidad” en el asesinato de líderes sociales en Colombia.
En sus declaraciones el 11 de enero, el fiscal dijo que “en un 65 por ciento de los casos, los homicidios se deben a organizaciones criminales, entonces tenemos que decir que hay sistematicidad activa desde el punto de vista de que se trata de organizaciones criminales estructurales que están operando en los territorios” (El País.com, 11/01/2019).
El fiscal asegura que a diferencia de lo sucedido en la década de 1980, cuando los asesinatos masivos de miembros de la Unión Patriótica, en estos casos no estarían involucrados miembros de los aparatos armados del Estado y que los más afectados son los miembros de la Juntas de Acción Comunal.
Según un informe publicado por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), entre el 1 de enero de 2016 y el 10 de enero de 2019 han sido asesinados 566 líderes sociales, la mayoría de ellos en unos pocos departamentos.
El Cauca ha liderado esas cifras año tras año, con 119 asesinatos.1
En Nariño y en Cauca las comunidades étnicas representan el 30 por ciento del total de su población y en el Cauca aproximadamente el 44. Los departamentos más afectados por la violencia contra líderes son aquellos donde predomina la población indígena y negra.
Algunos analistas sostienen que existe un patrón común, ya que las víctimas suelen ser miembros de organizaciones que se oponen al gobierno y los autores son sicarios pertenecientes a bandas delincuenciales.
En general el móvil de los crímenes es el despojo de la tierra y despejar territorios donde se instalan proyectos mineros, petroleros, hidroeléctricos y de agronegocios.
Hasta la década de los 80 del siglo pasado, dice ElPaís.com, el descabezamiento de las organizaciones populares lo hacían de forma abierta las Fuerzas Armadas.
“En los 90, masificaron los escuadrones narco paramilitares, llamados Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) para hacer esta tarea. En la primera década de este siglo, la matanza de líderes y gente humilde del pueblo, la hizo el régimen a través de Operaciones Encubiertas, con ejecuciones extrajudiciales”.
Este genocidio “gota a gota” enseña una modalidad que lo diferencia de los ataques perpetrados contra la UP en la década de 1980, cuando fueron asesinados 3.000 militantes, alcaldes, concejales, diputados, senadores y candidatos a la presidencia, por paramilitares en los que confluían miembros de las fuerzas armadas y narcotraficantes.
En setiembre de 2016 el entonces presidente Juan Manuel Santos dijo que la posibilidad de que se repitiera el genocidio contra la UP “es nula” (El Pais.com, 7/09/2016).
Pero sus argumentos fueron tan pobres como mentirosos: “Las Fuerzas Armadas son más fuertes ahora, que en los tiempos en los que se dio el exterminio de la Unión Patriótica. Cuando sucedió lo de la Unión Patriótica el Estado era débil; los paramilitares eran todopoderosos”.
Lo cierto es que Santos fue ministro de Defensa del presidente Álvaro Uribe cuando sucedieron los episodios de los “falsos positivos”, el involucramiento de miembros del Ejército en el asesinato de civiles haciéndolos pasar como guerrilleros muertos en combate durante los años 2006 a 2009.
Un reciente informe de la revista Semana destaca que “llama especialmente la atención que en la mayoría de casos los perpetraron son bandas delincuenciales locales de menos de 20 personas”.
Esto indica que habiendo un patrón de víctimas y de victimarios, un estilo de acción y los objetivos de los asesinatos, se puede llegar a conclusiones más o menos firmes.
La primera es que el modelo extractivo colombiano –como todos los extractivismos- necesita despejar los territorios de organizaciones y movimientos sociales.
Los acuerdos de paz con las FARC fueron leídos por las grandes empresas mineras como el momento propicio para avanzar sobre territorios que hasta ese momento estaban en manos de la guerrilla.
Un informe de Indepaz sobre la violencia en Cauca y Nariño señala que “la desaparición de las FARC-EP como fuerza político militar estuvo acompañada de una recomposición de poderes y de negocios en las zonas en las cuales esa organización ejercía algún control territorial y social o tenía capacidad de llegar con operaciones militares”2.
Esa recomposición se procesa mediante la violencia.
La segunda se relaciona con la historia y la estructura de clases colombiana, el único de los grandes países de la región donde domina la misma clase terrateniente desde la colonia.
A las viejas asimetrías estructurales se suman los actores de economías como la marihuana y la cocaína, que llevan implícito el uso de la violencia para imponer sus cultivos y toda la cadena de cosecha, comercialización e industrialización de la droga.
La tercera es que la delincuencia no es neutral en el conflicto social colombiano, como no lo es en ninguna parte del mundo.
Las fuerzas del Estado tienen gran capacidad de influir en los grupos delictivos para que enfoquen su actuación en contra de movimientos y pueblos. Colombia ha sido el laboratorio perfecto para ensayar la alianza de la delincuencia con las clases dominantes y el Estado, desde los días de los grandes cárteles de la década de 1980.
El autor de la investigación Los cárteles no existen, Oswaldo Zavala, sostiene que el narco “es reducible a las estrategias de seguridad del Estado”, que ejerce soberanía sobre el negocio ilegal.
En base a diversas investigaciones, Zavala concluye: “La ‘guerra contra las drogas’ es el nombre público de estrategias políticas para el desplazamiento de comunidades enteras y la apropiación y explotación de recursos naturales que de otro modo permanecerían inalcanzables para el capital nacional y transnacional”3.
2- “Cauca y Nariño: ‘Crisis de seguridad en el posacuerdo’”, Indepaz, diciembre de 2018.
3- Oswaldo Zavala, Los cárteles no existen, Malpaso, México, 2018, p. 23.